Al igual que el país, la FECh tendrá que reconstituirse. La causa no se encuentra en que sus reglas constitutivas sean especialmente defectuosas o le hayan sido impuestas por algún dictador, sino porque los estudiantes más aventajados de la educación superior no tienen interés o capacidad de construir una institucionalidad que los represente y que canalice su participación.
Por varios años consecutivos, los estudiantes de nuestra universidad más importante no tienen la convicción de que valga la pena siquiera votar para sostener una federación que los reúna y represente. En esta ocasión, no obstante que el sufragio podía emitirse por internet, lo hizo apenas el 14% de ellos, cifra idéntica a la que participó en la última elección de la Federación de la U. de Concepción. En la Facultad de Derecho de esta no votó nadie para constituir el Centro de Alumnos, pues no hubo candidatos.
Esas federaciones han sido, en algún grado, anticipatorias de la política chilena y semillero de líderes de la política nacional. Lo que ahora anticipan es la disolución de las formas institucionales. El fenómeno y sus causas debieran despertar especial atención al proceso constituyente que se inicia, desafiado, como está, a echar las bases institucionales de una democracia estable y duradera para esas generaciones.
Quienes estudian la política juvenil tienen varias hipótesis. Tal vez la más desafiante y problemática de ellas es la degradación del valor de la representación política e incluso de la participación institucional. Ya no se trataría de que este o aquel mandato popular haya sido traicionado por corrupción, infidelidad con los intereses del mandante, ineficiencia o frivolidad del representante. Este mal es grave, pero lo remedia la vieja fórmula de la alternancia en el poder. Hasta aquí, la renovación de la política ha sido un buen método para que las instituciones reconquisten la confianza o el prestigio perdidos. Lo que ahora se habría extendido, particularmente entre los jóvenes, es el menosprecio por la noción misma de un mandato general de largo tiempo. No se debería tanto a indiferencia política como a la concepción de que esta no se hace otorgando mandato al mejor o al menos malo de entre los candidatos, que inevitablemente pertenecen a lo que despectivamente se denominan las elites, sino expresándose espontánea y ocasionalmente en la esfera pública, en lo posible, contra esas elites. Las protestas de fines del año pasado, sin otros líderes o conductores que ocasionales “colectivos”, dan cuenta de ese alto nivel de politización con bajísima conducción y sin interlocutores.
La democracia puede institucionalizar formas de participación, pero no puede sobrevivir allí donde se hace dominante la idea de ciudadanía como algo distinto a cuerpo electoral. La noción idealizada de ciudadanía como el grupo de los puros y superiores, contrapuestos a toda elite, es incompatible con la democracia.
Un segundo fenómeno que se expande y también se manifestó con fuerza a partir de octubre es la concepción de la política como una instancia para expresar identidades que se autoperciben como superiores. La democracia institucional, en cambio, exige la agregación de grupos e intereses diversos que, encontrando coincidencias, negociando y generando confianzas, llegan a constituir corrientes estables y con vocación de mayoría.
Un tercer fenómeno cultural particularmente problemático para la democracia consiste en tratar las inevitables diferencias políticas como cuestiones morales. Allí donde la diferencia se explica por inferioridad moral o corrupción del distinto, la descalificación se hace inevitable. En ese ambiente, la flexibilidad para negociar posiciones es percibida como traición y el mismo diálogo como innecesario. La democracia que conocemos descansa, en cambio, en el reconocimiento de la igual dignidad del distinto. Sin esa empatía básica no hay convivencia democrática posible.
Nuestra democracia está en crisis. Sus problemas y males son, en parte, institucionales, pero los más profundos son culturales. Dicen relación con la forma de entender la polis y de practicar la política. El proceso constituyente abre una oportunidad para abordar ambos. Si lo enfrentamos haciendo política, desde las burbujas autoconfirmatorias de cada uno, en las que los buenos como yo se enfrentan a los malos como ellos, no esperemos que la experiencia del proceso constituyente nos ayude a revitalizar las virtudes en que descansa la democracia.