Una reciente encuesta IPSOS, muestra a los chilenos como el pueblo que se encuentra más pesimista acerca de su futuro, de entre 27 naciones con las que se le compara. Ante la misma interrogante de si el país va en la dirección correcta o por el camino equivocado, solo el 16% de los chilenos respondió lo primero, mientras que 84 de cada cien personas estimó que el país se encaminaba por la senda equivocada.
Aunque en solo 6 de esos 27 países una mayoría creía que su nación iba por buen camino, en 18 de los 27 ese porcentaje superaba el tercio. Chile es el único en que ese segmento optimista resulta inferior a un quinto. El promedio de los 27 países mostraba que un 60% percibía que sus respectivos países iban en la dirección correcta, contra un 40% que opinaba lo contrario. Los chilenos no solo estamos en el último lugar, sino también lejos de la media.
Los 27 países de la muestra padecen el coronavirus y sus secuelas económicas. El mal ha afectado con mayor severidad a varios de ellos; en dos o tres sus líderes han adoptado actitudes negacionistas y en otros las diferencias entre sus distintas autoridades acerca de cómo enfrentar la pandemia sanitaria son más agudas que en Chile. En varios de esos 27 países la caída de los ingresos y la cesantía provocada por las cuarentenas es aún más intensa que la que padecemos en este rincón del mundo.
Si la severidad con que nos ha azotado la pandemia y las aflicciones económicas, la inseguridad y la corrupción que padecemos, por la que esa misma encuesta preguntaba, no son más intensas que las de el promedio de esos 27 países, la explicación de la tan alta percepción de ir por mal camino no parece radicar en la intensidad de los problemas y desafíos, sino en el camino que llevamos para enfrentarlos.
El caminar del común destino lo conduce la política. Más que un vertiginoso avanzar en la dirección equivocada, la política parece haberse detenido en su capacidad de mostrar caminos de salida creíbles a los problemas que nos aquejan.
La alternancia en el poder de las dos grandes coaliciones que hemos conocido desde la salida de la dictadura ya convoca a pocos, y presentan escasa convicción y fuerza. La emergencia del Frente Amplio ha sido abundante en consignas críticas y pobre en proyectos capaces de generar gobernabilidad, como si en la política uno pudiera comportarse como el movimiento de protesta estudiantil que fueron. El Gobierno se encuentra agotado y buena parte de la oposición actúa como si su función fuera la de servir de caja de resonancia del malestar y no la de solucionarlo.
Las fuerzas políticas aparecen así algo perplejas, con poca capacidad de oferta y conducción; en una especie de compás de espera, como si el proceso constituyente, el fin de la pandemia, el próximo estallido social o la seguidilla de elecciones pudieran tener la virtud por si mismas de mostrarnos el “buen camino”.
Por cierto, el proceso constituyente puede destrabar algunos nudos gordianos, a condición de que se aboque a regular los procesos políticos y no a optar entre modelos sociales y económicos, pues ello no haría sino prolongar la ya larga inestabilidad constitucional que hemos padecido desde que la dictadura pretendió fijarlos constitucionalmente. La seguidilla de elecciones puede abrir caminos, pero a condición de que, en ellas se confronten específicas y articuladas fórmulas acerca de cómo enfrentar las bajas pensiones, la mala educación y salud públicas, la reinserción escolar, la informalidad laboral, el desarrollo económico, el problema mapuche, la modernización del Estado, la protección del medioambiente y la penetración del narcotráfico. ¿Se está fraguando aquello en alguna de las dos coaliciones?
Más que ir por mal camino, el problema de las coaliciones políticas es que no ofrecen hoy rutas confiables, y más bien reproducen el malestar, el desconcierto y las críticas que habitan en la ciudadanía.
Parece ser el momento de una cierta audacia política. La incorporación de alternativas creíbles puede rebarajar el naipe.