"Un animal mudo levanta la vista”, dice en una de sus Elegías, R. M. Rilke. La frase parece especialmente adecuada para un Chile como el de hoy, atemorizado por la peste y casi convertido en pura naturaleza.
Como si fuera un animal mudo.
Pero ese animal debe levantar la vista.
Y ese es quizá el principal desafío de este tiempo. Y es lo que quiso hacer (ya se verá con cuánto éxito) el Presidente en su cuenta: tratar de levantar la vista, mirar un poco más allá de las ruinas y el encierro de estos días, y recordar que hay desafíos por delante que reclamarán de todos los mayores esfuerzos.
Si se descuenta el comienzo del discurso —referido a la estrategia sanitaria—, la parte de su exposición más digna de ser debatida y examinada fue el conjunto de medidas destinadas a la reactivación económica.
Y la relevancia de esa parte del discurso presidencial no fue una muestra, como podría livianamente creerse, de economicismo, o de tecnocracia, un ejemplo más de su espíritu empresarial, sino de un obvio realismo, esa virtud que a veces parece tosca, pero que en los días que corren, y en los que vienen, será especialmente importante. La vida humana —¿será necesario recordar a Marx o volver a citar la condena bíblica?— produce y reproduce materialmente su existencia mediante el trabajo y por eso preocuparse de cómo se reactivará la economía, de qué forma se recuperará el empleo, cómo los grupos medios no retrocederán a su pasado proletario, no tiene nada de economicismo, sino que se trata del realismo más obvio y más urgente. Ese es quizá el desafío más candente del Chile de los años inmediatos. Y la forma en que se enfrente, será la diferencia entre eternizar las carencias de estos días (que no tendrán el rostro transitorio de la pandemia, sino el permanente de la pobreza) o escapar de ellas recuperando el trabajo que no es solo un modo de ganarse la vida, sino, junto con el bienestar material que provee, una forma de encontrar reconocimiento a la propia dignidad.
Ese es quizá lo más importante de la cuenta pública, cuya escena —un Congreso semivacío y aplausos esporádicos— fue casi una metáfora física de la soledad presidencial.
Al plantear ese desafío de recuperación económica —esa huida de la pobreza permanente que miles y miles de grupos medios atesoran en la memoria—, Piñera planteó al mismo tiempo un escenario en el que la política, que se esmera en amplificar las expectativas, expresar todos los intereses bajo la forma de derechos incondicionales y empujar, siquiera como un sueño escatológico, la superación del capitalismo, tendrá en los años que vienen un espacio cada vez más estrecho. Y es que no será la hora de la imaginación, sino de la racionalidad más estricta (que también requiere imaginación, pero de otra índole).
Y esta última es la dimensión política del discurso.
Es muy difícil imaginar para los próximos dos años una agenda de cambios radicales, desde el punto de vista económico, en medio de un plan de reactivación del empleo y la realización de obras civiles. La política del optimismo, esa que se pensó a sí misma como un ejercicio de la imaginación tendiente a correr los límites de lo posible (la frase es de Weber), será inevitablemente sustituida por una política más sobria y contenida, dedicada apenas a evitar lo detestable (evitar lo detestable es como definió el objetivo de la política Aron).
Por supuesto, todo lo anterior es una mala noticia para la izquierda, pero también para la derecha, y para qué decir para el Gobierno.
Los sueños escatológicos de parte de la izquierda deberán hibernar; la derecha deberá despertar de su sueño dogmático y el Gobierno tendrá —en cualquier caso, ya lo hizo— que despojarse de sus ideas, de sus proyectos, arrojar lejos de sí el programa que alguna vez formuló, para dedicarse al trabajo de reactivar la economía que no se opone a la vida, como a veces se oye, sino que es su sustento.
Todos entonces, izquierda y derecha (no vale la pena citar al centro, puesto que ya no existe), deberán por la fuerza de los hechos o, si se prefiere, la fuerza de la escasez, dejar sus anhelos de largo plazo en paréntesis y ponerse a reflexionar de qué forma sumarse al proyecto de reactivación que, si funciona, y mal que pese, mejorará sensiblemente la aprobación gubernamental.
Y poner en paréntesis esos anhelos no es del todo malo para la política. Aron dijo alguna vez que la sombría grandeza de la política (hay que recordar esto a la izquierda y a la derecha) consiste en que en momentos excepcionales, el hombre de Estado, que se siente responsable del destino común, es capaz de acciones que en otros días le parecerían una renuncia.