La historia transcurre durante 1970 y hay un par de carteles y objetos de esa época, también un wurlitzer ocupa un espacio central, pero son dos discursos de Salvador Allende por la radio los que acordonan el espacio de manera quizás triste, por todo lo que ha ocurrido y por todo el tiempo que ha pasado. Habría que sumar, además, un bolero clásico como “Ansiedad”.
Su música y también su letra, porque hay perlas que caen al mar, y así, entonces, Jaime (Juan Carlos Maldonado), un vecino de un San Bernardo campestre, comete un asesinato, ingresa a la cárcel por primera vez y por eso se escucha el grito típico de la carne nueva o fresca o joven.
Es un recinto estrecho y hacinado, y una celda con cuatro hombres semidesnudos y en ropa interior, donde el más viejo y experimentado, El Potro (Alfredo Castro), da el tono y marca la melodía salvaje que invade el presidio, con los compases de sexo, violencia y hasta tortura, de los que nadie se libra ni escapa: ni El Príncipe, que será el apodo de Jaime, el recién llegado; y tampoco el señor Ricardo García, que es el verdadero nombre de El Potro.
La ópera prima de Sebastián Muñoz es una película que respira encierro, sudor y suciedad, y en el relato conviven dos narraciones que se entrecruzan: el mundo de la prisión y los recuerdos de la vida previa de Jaime.
En la cárcel, los presidarios se esconden detrás de un apodo —una chapa, pide El Potro— porque solo con antifaces y camuflajes se puede sobrevivir en ese universo cerrado e íntimo.
En este juego, la identidad sexual es un dato crucial y si los relatos se cruzan es porque parten de esquinas distintas: El Príncipe, en la cárcel, descubre y explota su condición, mientras que El Potro se ha transformado en algo que no es.
La película, eso sí, exagera tanto las imágenes de desnudos y sexo masculino, que revela una verdad evidente: la desmesura, cuando es tan innecesaria y artificial, solo sirve para abonar un discurso transgresor, donde la orden del día es filmar con puntería e insistencia lo que se siente prohibido.
El resultado, que no se engañe nadie, lo único que logra es abonar la vieja condición plebeya del cine como espectáculo de barraca y feria. Barato y poco exigente, como es costumbre.
En “El Príncipe”, entonces, hay desperdicio, pero al mismo tiempo acierto e instinto cinematográfico, porque el sexo y quizás el amor, para un grupo de presidarios, son gestos de humanidad y sueños de libertad.
Y para eso, al menos, dos secuencias conmovedoras de cariño homosexual, y con gente vestida, por cierto.
La primera: la cámara, desde lo alto, filma el baile de los presos, estrecho, incómodo y tan repleto de abrazos.
La segunda: esa larga fila de compañeros bien peinados y cabizbajos, que dan un pésame sentido y sincero, porque a un hombre se le murió su hombre.
Chile - Argentina - Bélgica, 2019. Director: Sebastián Muñoz. Con: Juan Carlos Maldonado, Alfredo Castro, Cesare Serra. 98 minutos. En: www.cinepolisklic.cl; www.centroartealameda.tv; www.M100.cl