Las últimas semanas provocaron sentimientos encontrados en nuestra sociedad. Una parte sintió frustración y temor al considerar que, a través de resquicios, se aprobaron malas políticas públicas. Para otra parte de la sociedad fueron semanas de conquistas populares indispensables para suplir la ineficacia del Gobierno para hacer frente a los efectos del covid-19. En lo que todos podemos coincidir es que avanzamos un escalón más en polarización y falta de gobernabilidad. ¿Cómo seguimos desde aquí?
Lo más urgente es recuperar algunos consensos básicos de convivencia.
Primero, cuidar lo colectivo. Se está validando cada vez más, y cada uno a su manera, el peligroso “agarra Aguirre”. En el debate sobre ayudas, una diputada (UDI y bien oficialista) dijo que había que “hacer un esfuerzo mayor y que vaya a cargo del Estado y no de todos los chilenos”. Pero ¿de quién es el Estado si no de todos los chilenos?, ¿acaso de un marciano?
No estuvo sola. La izquierda empujó el proyecto del 10% promoviendo, como un principio fundamental, que el máximo posible de personas pueda retirar sus fondos de las AFP, sin importar si sus ingresos habían o no disminuido. Ahí se verá qué se hace con las pensiones en el futuro; o, lo que es una gran paradoja, que después cada uno se las arregle como pueda.
Hace más de 50 años, Mancur Olson mostró lo difícil que es articular la acción colectiva en pos del bien común. Ojalá nos pongamos de acuerdo en que la política no se trata de simplemente pasarle el problema a otro (o a otra generación), o en usar vericuetos legales que más temprano que tarde nos pasarán la cuenta.
Segundo, se debe mediar en el divorcio entre lo político y lo técnico. Ninguno sobra. Las decisiones voluntaristas, las que desprecian la razón, suelen provocar problemas colaterales graves. Pensemos en lo tentador que es prohibir los despidos para así proteger el empleo. El problema es que también asfixiaríamos las contrataciones.
Pero las decisiones puramente técnicas tampoco lo hacen mucho mejor. Los tecno-fanáticos no son capaces de reconocer si una situación es más justa que otra, y menos conjugar emociones y decisiones. Además, aún tienen que explicar cómo es posible que los consumidores sean tan racionales cuando compran (para que el mercado funcione), pero serían tan despistados cuando votan.
Por último, es indispensable mejorar el proceso de deliberación. Un requisito mínimo es que dicho proceso se base en información fidedigna y en hechos reales. El problema es que en la sociedad contemporánea han proliferado las llamadas fake news, o noticias falsas. Es gravísimo que el debate político se acostumbre a argumentar con datos falsos, tal como sucedió en las últimas semanas.
Aunque estos tres elementos parecen necesarios para darle una oportunidad a nuestra alicaída convivencia, no son suficientes para salir del pantano en el que estamos. Para ello, es imprescindible legislar la reforma de pensiones. Además, es una oportunidad para practicar esos consensos mínimos.
Ya sabemos que, quienes quieren terminar con el sistema de capitalización individual, finalmente han encontrado una estrategia. Pronto estaremos discutiendo la necesidad de sacar otro 10% si, por ejemplo, el desempleo se mantiene alto, y así sucesivamente. Pero será una victoria pírrica que, prácticamente, no afectará a las AFP (de hecho, les ahorrará parte del encaje) y dejará a los chilenos con peores pensiones.
Resulta mucho más útil y urgente dotar de legitimidad al sistema de pensiones y, en el tiempo, aumentar el ahorro (individual o colectivo). Se debe acordar una fórmula que sea sustentable, que modere las desventajas que enfrentan las mujeres en el sistema y que mejore las pensiones pagadas en el corto plazo.
No nos engañemos, ninguna reforma que no le pegue un zarpazo a los fondos ya ahorrados y los reparta será capaz de aumentar demasiado las pensiones en el corto plazo. Y si se sigue esta estrategia —la de comerse lo ahorros de otros—, sabemos que las pensiones primero aumentarán pero, luego, inexorablemente caerán. Hay también otras pócimas, como acortar tablas de vida o inventar tasas de rentabilidad futura, que no son mucho mejores.
Habrá que separar el concepto de cuentas individuales y el negocio de las AFP. La industria tuvo su oportunidad de participar constructivamente en más de una reforma y no la aprovechó. Una reforma viable deberá cambiar bastante cómo se administran los fondos.
Por último, se tendrá que construir un pilar contributivo colectivo, que sea sustentable, solidario, resistente a presiones políticas futuras y que no descuide los incentivos a cotizar. Ojalá se pueda hacer con el 6% de cotización adicional. Por cierto, dado lo alicaída que está la economía, su vigencia tendrá que esperar un poco.
Es urgente acordar esta reforma. Solo así podremos avanzar hacia una mejor seguridad social y evitar seguir en el temerario camino de desmantelar lo que tenemos sin una mejor alternativa.