Los historiadores del futuro dirán de estos días algo parecido a lo que dijo André Malraux luego de la renuncia de De Gaulle: qué extraña época esta en que la izquierda se avergüenza de lo que hizo durante un cuarto de siglo, en que la derecha no se atreve ni a pronunciar ni a defender sus ideas y en que el centro no está en el medio.
¿Qué pudo ocurrir para que las ideas que alguna vez los actores políticos declararon ya no sean un signo de su identidad? ¿Para que en vez de diálogo parlamentario exista, como anteayer, una payasada de simplismos, insultos, ollas golpeadas, celebraciones pueriles?
Como siempre, los factores no son uno sino varios.
Ante todo, es imprescindible tener en cuenta que las crisis sociales nunca son el simple resultado de factores puramente objetivos, siempre van acompañados de un cambio en la sensibilidad, en la forma de comprender la realidad y tratar con ella. En este sentido, todas las crisis son crisis intelectuales. En el caso del Chile contemporáneo, este fenómeno de sensibilidad, como podría llamársele, consiste en el imperio del simplismo que, repetido una y otra vez, se arrastra ya por una década: la reducción de complejos problemas sociales a un solo factor habitualmente de índole moral. Hoy, la simple polaridad conceptual justo e injusto, lucro o no lucro, igualdad o desigualdad, se esgrime no solo como criterio para identificar los problemas, sino como una forma de solucionarlos. Pero si la simple y gruesa percepción moral —mejor sería llamarla moralina— fuera una forma de resolver los problemas, la evidencia que se compila y se recoge con los esfuerzos de la racionalidad estarían de más. El santón y el demagogo serían imprescindibles y el técnico sobraría.
En el problema que hoy aqueja a la política en Chile —y lo que ocurrió en la Cámara no es más que un síntoma— se observa ese cambio en la comprensión de los problemas que a veces parece un cambio de sensibilidad y otras, un simple oportunismo. Ambos son igualmente malos. La política democrática no se hace ni con el grueso diagnóstico moral de los problemas ni con el simple oportunismo. Sí, es verdad, la política suele tener ambos —gruesa sensibilidad y ágil oportunismo—, pero cuando se reduce a eso pierde dignidad y tarde o temprano estropea la convivencia y la democracia.
Habitualmente, la política democrática se concibe como una disputa de programas. Quienes aspiran a gobernar ofrecen a la ciudadanía un programa inspirado en un puñado de ideas y los ciudadanos, tomando conocimiento de ello en la esfera pública, deciden. ¿Pero cómo podría decidir la ciudadanía cuando no son las ideas o el programa, sino la habilidad para captar la sensibilidad ambiente el principal recurso de la política? ¿Cuándo de lo que se trata, como se dijo hace más de una década por la propia derecha, es de atender “a las necesidades de la gente”? Cuando ello ocurre, la disputa de ideas y programas arriesga trasladarse a la disputa de personalidades y desplantes, a la capacidad del actor político para simplemente amplificar los intereses inmediatos de la ciudadanía sin deliberación alguna, y entonces, ahí sí, el peligro para la cultura democrática está a la vuelta de la esquina. Cuando la habilidad televisiva para conectar con las audiencias —la virtud del matinal— es el recurso fundamental del político, la democracia se debilita.
Por eso, si alguna vez el fanatismo ortodoxo fue el peligro, hoy lo es la frivolidad disfrazada de compromiso moral con los ciudadanos.
Al oír a los diputados y diputadas fundar sus votos (fundar es una palabra excesiva para lo que dijeron) esa frivolidad asomaba por todos lados: se apelaba a las audiencias como el supremo criterio del quehacer político. Y para excusarse, nada sacan con subrayar la importancia de reformar el régimen previsional (algo que está fuera de duda), porque aquí se trata de algo que en una democracia es más importante: de las formas o procedimientos para llevar adelante esa u otra reforma. De lo que se trata es de deliberar lo mejor para el bienestar social y no de servirse de la urgencia que padecen millones para imponer, sin reflexión y solo a ojo de buen cubero, los propios propósitos.
Y esto es tal vez lo más preocupante de lo que se ha visto estos días en el Congreso.
Porque suele olvidarse que la democracia representativa —este es el verdadero deber de los representantes— no tiene por objeto reproducir las sensaciones de la ciudadanía, sino morigerarlas y conducirlas, mediante la deliberación racional, hacia lo que es mejor para todos.
Max Weber pensó alguna vez que la democracia de masas requeriría de liderazgos carismáticos que, al impulsar ideas e ideales, permitiera escapar de la jaula de hierro en que se convertiría el capitalismo. Desgraciadamente hoy esos liderazgos no existen.
La presidencia carece de carisma y no tiene convicción (la convicción en política es la disposición a ser impopular). Los parlamentarios carecen de ideas, solo cuentan con ocurrencias, y no tienen compromiso.