¿Qué puede explicar que entre dos alternativas disponibles, la mayoría prefiera la peor?
Acaba de ocurrir en la Cámara de Diputados esta semana.
Se decidió autorizar el empleo de hasta el 10% de la cuenta del respectivo fondo de pensión. Existe, sin embargo, una alternativa superior. Se trata de un préstamo a costo cero por parte del Estado que se paga solo si la suerte de quien lo obtiene mejora en el lapso de cuatro años.
La primera alternativa (en esto convienen economistas de todos los signos) es obviamente peor: al disponer de parte de la cuenta previsional se sacrifica la rentabilidad esperada, se perjudican los activos de todos (tanto de quienes optan por el retiro como de los que no), se favorece a quienes más tienen y se disminuye la futura pensión. La segunda, en cambio, permite disponer de liquidez de manera inmediata, el coste es cero y si los futuros ingresos de quien obtiene el préstamo no permiten pagarlo, la deuda se extingue sin más.
Si el propósito es mejorar la situación de las mayorías afligidas por los efectos de la peste, es obvio que el mejor camino es otro que echar mano a las pensiones.
Pero la mayoría prefirió la alternativa más costosa y la que más perjudica el bienestar social. Y una vez que esa preferencia triunfó se la celebró con algarabía propia de escolares, puños en alto, pulgares al cielo, selfies, amagos de bailes, simulaciones de abrazos y otros gestos reflexivos y circunspectos de la misma índole.
¿Cómo pudo ocurrir eso?
El fenómeno no puede entenderse sin recordar lo que ocurrió en octubre y los diagnósticos que le siguieron. Entonces todo el fenómeno se atribuyó a la herida de la desigualdad infligida por una élite egoísta que atesoraba el bienestar negándolo a la mayoría. Lo que acaba de ocurrir en la Cámara es la estela de ese simplismo intelectual al que tantos se han sumado: los complejos mecanismos de la vida social analizados desde un único sentimiento de justicia; el sentimiento de justicia convertido en moralina; la moralina ocultando la falta de reflexión.
Se suma a lo anterior el oportunismo. El oportunismo suele ser presentado como una visión de corto plazo, apresurada y pícara, que sirviéndose de esta o aquella circunstancia obtiene una ganancia inmediata. Esa caracterización es, por supuesto, correcta; aunque deja fuera lo que podría llamarse un oportunismo con sentido estratégico, que es lo que se verificó en este caso: muchos parlamentarios votaron favorablemente el proyecto a sabiendas de que era la alternativa peor, pero lo hicieron porque vieron en él un instrumento para derrotar el sistema de capitalización individual. Consintieron, pues, infligir un mal en favor de lo que estiman será un triunfo mayor.
Y está en fin la increíble impericia del Gobierno y de un gabinete carente de ideas propias (salvo, claro, la de destacar inútilmente que esto o aquello se le ocurrió al Presidente), un gobierno incapaz de ordenar a sus fuerzas políticas, algo que, es probable, se deba en parte al hecho de que estas últimas perciben que la figura presidencial está depreciada y convertida en una imagen a la que se transfieren todos los males que transpira la sociedad chilena.
En su conjunto, esa mezcla —simplismo a la hora de comprender los problemas sociales, oportunismo, torpeza gubernamental— amenaza con dañar severamente las instituciones.
Las instituciones no son solo, como a veces se cree (otro simplismo que anda dando vueltas), formas de distribuir la riqueza social y las oportunidades. Son eso, por supuesto, pero no solo eso. También se trata de convenciones acerca de la forma o el procedimiento para considerar los problemas, identificar los conflictos y encontrar la manera de resolverlos. De ahí que la democracia, como se ha dicho innumerables veces, no solo consiste en la regla de la mayoría: también exige la deliberación de los problemas públicos, la consideración de las razones en juego y la construcción de un orden de prioridades que permita que las elecciones que afectarán a todos —las decisiones públicas— se acerquen al ideal de la racionalidad. Por supuesto la racionalidad total casi nunca se alcanza a la hora de las decisiones colectivas, pero la política democrática debe esmerarse por siquiera asemejarse a ella.
Pero cuando la función del político parlamentario se reduce a amplificar las demandas ciudadanas, y la de los ministros a remendar o zurcir la imagen del presidente, ese quehacer de racionalidad no se produce y la política, tarde o temprano, se devalúa.
Por supuesto el cambio del sistema de pensiones es un propósito perfectamente legítimo, pero no puede llevarse adelante mediante atajos u oportunismos, sirviéndose de la estela de simplismo y moralina (como si la idea de justicia permitiera comprenderlo todo) que de un tiempo a esta parte ha inundado a la sociedad chilena. No es razonable perseguir el cambio del sistema de pensiones aprovechando la urgencia que aflige a millones de personas y a sabiendas de que ello tendrá un costo más alto que otras alternativas disponibles.
Salvo, claro, que, en una nueva muestra de irresponsabilidad, se haya decidido aprovechar la oportunidad triste de la pandemia para acortar el camino.