Es altamente probable que el 8 de julio de 2020 sea uno de aquellos días que quede en los libros de historia. Probablemente se escribirá de él en el párrafo siguiente a aquel que se ocupe del 18 de octubre. Como el desenlace no se nos ha develado, no sabemos aún cómo se titulará el capítulo, pero sí podemos asegurar que la palabra crisis estará en el título y se repetirá varias veces a lo largo de la narración. ¿Estaremos escribiendo nuevamente la crisis de los años 20, un siglo después?
Si el 18 de octubre simboliza la crisis social, lo del miércoles pasado asoma como el hito que marca el comienzo de otra crisis: una institucional, y de proporciones. La secuencia no debiera sorprendernos. Si la llamada crisis social simbolizó el malestar de un número relevante de la sociedad con la manera en que la política sintonizaba y trataba sus problemas, que la siguiera una crisis institucional era casi inevitable. Es muy difícil que el grupo de los acusados —la clase política la llama despectivamente la gente— no terminara por desajustar su propia conducta, una vez que se le apuntó como los culpables de tantos males e injusticias.
El estallido del miércoles no tiene el carácter estruendoso de aquel que se verificó el 18 de octubre. Es apenas el sonido de una tuerca que se suelta en la sala de máquinas de la institucionalidad. El motor seguirá andando, pero —a menos que se repare pronto— amenaza con desencadenar una falla sistémica. No se trata de la crisis del sistema de pensiones; la que se soltó el miércoles es una tuerca situada en el corazón del motor que bombea el sistema político.
El régimen político chileno es presidencial. Para funcionar con un mínimo de coherencia y eficacia, ese engranaje —el chileno, no cualquier sistema presidencial— ha necesitado que el Presidente controle la agenda legislativa, particularmente que monopolice la iniciativa en materia de gasto público, incluida la cuestión previsional. Esa coherencia institucional, que está a la base de nuestro Estado de Derecho, se fue construyendo en una larga historia de experiencias, fracasos y lecciones. Se desarmó en 1891; se restableció en 1925; se reforzó, tratando de escapar de crisis económicas inflacionarias, en 1949 y 1970. Entre sus arquitectos se cuentan los presidentes Alessandri Palma y Frei Montalva.
La Cámara de Diputados ha encontrado un resquicio para ensayar lo que un senador ya designara como un “parlamentarismo de facto”. Ello consiste en que los beneficios sociales —en este caso, uno previsional— se fragüen en el Parlamento, no como iniciativas legales, sino como reformas constitucionales; pues en materia constitucional, no hay iniciativa exclusiva del Presidente.
Como el miércoles la derecha dejó de ser una coalición coherente que pueda asegurar gobernabilidad, los 3/5 estarán disponibles en el Congreso cada vez que se necesiten para propinarle una derrota o lección al Gobierno, o para atender lo que se estima una demanda popular urgente.
Lo que hace y seguirá haciendo crisis es que esos 3/5 que pueden sumarse en el Congreso no son una coalición coherente. Esa mayoría puede entonces desarmar cosas, pero difícilmente será capaz de reemplazarlas. El episodio del miércoles lo demuestra con entera claridad. El grupo desarma, por ahora solo en parte, el sistema previsional de capitalización individual, pero no logra y probablemente nunca logrará ponerse de acuerdo en un sistema previsional de reemplazo. El resultado es la no previsión; una apelación vaga a que el hoyo que deja el retiro sea llenado más adelante, sin precisar ni por quién ni cómo. Ese resultado no es en absoluto casual. El símbolo del “parlamentarismo de facto” debiera ser el hacha o si se quiere, ahora sí, la retroexcavadora. Ningún edificio, ninguna obra, surgirá de él.
El parlamentarismo puede ser un sistema virtuoso. Solo que necesita funcionar bajo ciertos supuestos, mecanismos e incentivos que no son los actuales. El de facto, regido por reglas presidenciales, no funciona, salvo como instrumento de demolición, como tampoco funcionó entre 1891 y 1925.
Alguien podría pensar que esta crisis es transitoria; que ya pronto tendremos una nueva Constitución, que rediseñará nuevamente la sala de máquinas de la institucionalidad chilena y las piezas volverán a funcionar con coherencia. Nuevamente, la historia nos brinda lecciones. En el ambiente confrontacional y turbulento de los años 20 del siglo pasado se escribió la Constitución de 1925; pero sus reglas no lograron imperar hasta 1932. Por virtuoso que sea un texto constitucional o el proceso de su elaboración, nada puede contra un tren en marcha que avanza descarrilado.
Ese tren descarrilado es el que echó a andar el miércoles una mayoría de la Cámara de Diputados. El Senado tiene ahora la palabra.