La contundente obra del fallecido poeta ha sido objeto de un análisis crítico más bien escaso pero profundo en el cual destacan, desde luego, los estudios de Naín Nómez —su principal especialista— y los trabajos de Claudio Guerrero, Jorge Matteo, Fabián Navarrete y Omar Davison, apoyados, en buena medida, en la comprensión que el propio Barquero indicó sobre su poesía.
En lo central, lo que aparece al lector de su poesía, desde
Árbol marino (1950) a
Escrito está (2017), es una continuidad visible y poderosa en la cual, con todo, subyace un fondo que la tensiona, hace experimentar vuelcos, desplegarse hacia distintos lados, retomar un antiguo camino a través de diferentes registros y tonos, pero siempre es una progresión asentada y creciente. La biografía de Barquero —su infancia maulina y campesina, su residencia en China, sus primeros y largos amores, la experiencia de la dictadura y del exilio— parece así proyectarse sobre un núcleo denso, consistente y articulado de creencias que emerge en su poesía con distintas figuras y bordes al ser presionado por esa biografía, pero que también va siendo conformado por ese mismo poetizar.
Esa continuidad es patente, porque en todo el amplio espectro de su trayectoria el poeta va reintroduciendo un léxico poético nítido con el cual expresa un completo pensar suyo acerca de la condición humana. Es imposible leer a Barquero y no percibir esa insistencia reflejada en títulos, versos, poemas que vuelven sobre los mismos motivos. Hay en esa insistencia, como lo han indicado certeramente algunos estudios, de partida, la construcción de una poética del espacio en la cual ciertos puntos de la naturaleza —la tierra— se asocian a lo humano, centrado en la casa y, esta, a su vez, tiene como eje la mesa. Esa espacialidad tiende a evolucionar desde una concreción inicial —ligada al recuerdo de su infancia— hacia una abstracción cercana a lo alegórico, en la cual la materia local y familiar es elevada a un plano simbólico actual y universal. Es por ello, como observa bien Nómez, que, en rigor, Barquero se aleja de la poesía lárica.
La poética del espacio, con todo, es el armazón sobre el cual el poeta funda y transmite una antropología, su visión persistente de la naturaleza humana, una cosmología fuertemente religiosa, en que aparece una armonía y una unidad en el hombre y entre el hombre y la totalidad del cosmos, una armonía y unidad perdidas, buscadas y restablecidas en el poema. Una lectura de la obra de Barquero desde este ángulo, el de la antropología religiosa, parece indispensable, sobresaliendo en ella, en una mirada somera, la fuerte presencia de lo ancestral, la sacralidad de la naturaleza, la ritualidad de la existencia. En este sentido, no obstante los componentes cristianos que indudablemente se advierten, el mundo poético de Barquero tiene puntos de contacto importantes con la poesía que hoy se escribe por poetas ligados a la tradición de los pueblos originarios. Hay, así, poemas de Barquero que respiran un mundo de creencias semejantes a los de un Lienlaf o Chihuailaf, como si esa religiosidad originaria, que también se dio antaño en la zona central, hubiera reflotado poéticamente en él. La honda espiritualidad de su poesía le confiere una cierta extemporaneidad —o mejor dicho, intemporalidad— a su obra ante una comunidad de lectores más bien descreída y escéptica, lo cual la torna, paradójicamente, más necesaria.
Ninguna de las reflexiones anteriores sería pertinente o relevante, no obstante, como ocurre de modo esencial en la buena poesía, si Efraín Barquero no hubiese elaborado un lenguaje poético poderoso, prístino, muy equilibrado entre la abundancia torrencial y el hermetismo sintético de algunos de sus compañeros de generación. Si hubiera que, arbitrariamente, tratar de resumir la cualidad de ese lenguaje, se podría hablar de sobriedad dentro de la diversidad. Si el lector de su poesía logra fijar su atención en el lenguaje de que se vale, en los recursos formales que emplea para poner en juego y recrear sus creencias y sentidos, se encuentra, en el contexto de aquella continuidad, a muchos Barquero. El de
Enjambre tiene un tono, un registro, una cadencia muy distinta al Barquero de
El regreso,
Epifanías,
El viento de los reinos,
Bandos militares —el humor oscuro de esta obra es excepcional— o
La mesa de la tierra. Siempre, en cualquiera de esas formas, el verso múltiple de Barquero acaece dentro de un despeje, de un claro y de una luminosidad sonora notables, sin ripios, añadidos, demasías, un claro en que las palabras en cuanto palabras, resplandecen. Nada de lo poetizado por Barquero puede decirse, en consecuencia, a través de un ensayo. La fuerza de sus contenidos no debería ofuscar al lector acerca de la refinada, certera e inconfundible cualidad poética de su obra, una de las cimas de la poesía chilena del siglo XX.