Un conservador, ¿debe ser necesariamente un pesimista? No, pero si lo es, al menos debería preocuparse de sostener un pesimismo inteligente. Hay un sano escepticismo conservador (compartido por ciertos liberales) que desconfía de aquellos proyectos doctrinales que suponen que todos los males tienen una y la misma solución. Esa actitud impide glorificar las revoluciones, porque sabe que usualmente no traen un nuevo amanecer, sino cárceles, guillotinas, hambre y renovadas formas de injusticia. Ese buen pesimismo lleva a amar las reformas, siempre que se realicen de a una y de manera gradual, para poder evaluar sus resultados. Y, por supuesto, un buen conservador nunca será optimista sobre su propia genialidad y jamás pensará que todos los que han venido al mundo antes que él eran unos ingenuos.
Este conservadurismo es simpático, irónico y bienhumorado. Sus autores escriben libros como “Las bondades del pesimismo”, de Roger Scruton (publicado hace poco por la FPP), se ríen de sí mismos y carecen de los complejos de inferioridad tan habituales en la derecha frente al progresismo.
Hay, sin embargo, otro tipo de pesimismo conservador, que es miope, paralizante y malhumorado. En Chile ha cundido de modo muy particular desde la aprobación del aborto; se expandió como la peste desde octubre pasado, y ha llegado a su máxima expresión con la pandemia. Para este pesimismo, del que participan también muchos liberales económicos, aquí no hay nada que hacer. Piensa que la izquierda y el progresismo moral constituyen una marea irresistible, y lo único que cabe hacer es subirse a una alta palmera para lamerse las heridas con la esperanza de que el tsunami no nos arrase.
Esta sensación de inevitabilidad ha contagiado a muchos que se consideran liberales, que han hecho suya de manera acrítica la agenda progresista y votan al mismo ritmo que la izquierda. Así se vio esta semana en el Senado, con la aprobación de la idea de legislar sobre la filiación homoparental.
Sin embargo, una de las muchas ventajas de la edad consiste en que uno sabe cómo terminan los cuentos repetidos. Cuando era niño, en 1969, nos insistían en que el marxismo era un fenómeno inexorable, que obedecía a las más profundas leyes de la historia. Pasaron veinte años y el Muro simplemente se derrumbó.
¿Qué propiedades mágicas puede tener hoy el progresismo que lo hagan inmune al deterioro? ¿Por qué tendríamos que enfrentarnos a él resignados, o elegir actitudes al estilo kamikaze, propias de quien sabe que todo está perdido? Quizá la filiación homoparental (que me parece injusta) llega a convertirse en ley. En el Congreso hoy puede pasar cualquier cosa. Pero las caras largas ni son muy atractivas ni resultan siempre justificadas.
Cada uno tiene sus deformaciones profesionales, y no soy inmune a ellas. Con todo, mientras veo la pasión con que parte de la derecha y casi toda la DC asumen las causas progresistas, o constato la resignación o parálisis de tantos, no puedo dejar de pensar en una señal pequeña, pero reveladora. Sucede que en los últimos años se han multiplicado los libros sobre la crisis del liberalismo (quizá podríamos decir “progresismo”) y también acerca de la desorientación de la izquierda. En cambio, no solo se han publicado bastantes libros sobre el pensamiento conservador, cosa ya bastante novedosa, sino que no parecen estar afectados por esa sensación de catástrofe intelectual.
Muchos lectores pensarán que eso será en el plano de los libros, pero que “los hechos” dicen otra cosa. Como si la Suma Teológica, El príncipe o El Capital no hubiesen tenido la más mínima influencia sobre eso que llaman “realidad”. Los libros de hoy constituyen la materia para el pensamiento y la acción de mañana.
Esos realistas deberían reparar, además, en que las crisis que hemos vivido muestran la importancia de ciertas posturas descalificadas en su momento como “conservadoras”. Pensemos, por ejemplo: ¿qué filiación intelectual tenían muchos de los que anticiparon que en Chile se venía algo gordo y grave? Dentro de poco aparecerá un libro con una selección de columnas de Gonzalo Vial. Cualquiera podrá apreciar cómo este historiador conservador advirtió que estábamos cometiendo algunos errores que íbamos a pagar caro. Si se olvida la importancia de familias sólidas y se debilitan las comunidades que dan vida a la sociedad civil, ¿qué podemos esperar sino desintegración social? No fue el único de esa matriz intelectual que afirmó cosas semejantes.
En fin, el propio Fukuyama, que está lejos de ser un conservador, dice en un artículo reciente que los países que han resistido mejor esta pandemia son aquellos que tienen un Estado fuerte (que no es lo mismo que grande), confianza social y un claro liderazgo político. Esto me suena conocido y admito que no puedo dejar de pensar en gente como Portales, Bulnes, Bello, Churchill o Adenauer. ¿No los tenemos? Es verdad. Pero esta carencia no es una razón para sentirnos acomplejados, sino para saber en qué dirección debemos andar, por más que el camino que nos espera sea largo y escarpado. Para ganar las batallas, hay que partir por darlas: esto vale también para los pesimistas.