En 1906, Marcel Duchamp compró un urinario y lo mandó a un concurso artístico, del que él era jurado, firmado con un seudónimo. Todavía se especula si pretendió insultar a los expertos, reírse del público o ambas. El urinario fue denominado como “La Fuente” y fue elegido como una obra de arte magistral. Hoy es reconocida como la primera obra de arte conceptual.
“La Fuente” ha devenido en un ícono de la “modernidad”, que nos trajo cosas muy buenas, como la libertad que asociamos con el capitalismo democrático y el racionalismo intelectual, y cosas muy malas, como la violencia y el desprecio por la ciencia que asociamos con los totalitarismos comunistas y fascistas. La modernidad mal entendida nos ha traído una perversión total que incluye transformar el lenguaje, tergiversar las instituciones y relativizar el bien del mal. Así, un vulgar asesino como el Che Guevara es transformado en un héroe juvenil; unos saqueadores de “primera línea”, en unos admirables justicieros, y los padres de familia, en patriarcas violadores. Y así suma y sigue.
Este es el mundo del revés, en que algunos pretenden apropiarse del lenguaje, de la educación y de nuestras instituciones para torcer su sentido; pretenden divorciar las ciencias sociales de la biología y reemplazar la evidencia por las emociones. Es una guerra cultural que transforma los vicios en virtudes. Es la que hace pasar por progresismo el culto a la flojera, la vulgaridad y la violencia; que quiere transformar a ciudadanos libres en clientes de los políticos y a trabajadores independientes en sirvientes del Estado.
Esta tergiversación invade todo lo que hacemos. En este mismo diario, unos “académicos” sostienen que los países se enriquecen a punta de impuestos, confundiendo una correlación espuria con causalidad. Un fiscal del Ministerio Público dice que transformar a una víctima de un delito en victimario es hacerle un favor (argumento más propio de Abbott y Costello que de un discípulo de don Jorge Abbott). Un sacerdote que predica un evangelio que nos habla del libre albedrío y de la salvación individual argumenta que un sicario extranjero no es responsable de un asesinato, sino que sería la sociedad. Un abogado define como “fallo histórico” un tongo judicial que adjudica dos madres a un niño (sentencia más propia de un ménage à trois judicial que de un debido proceso legal). Y una senadora elegida conforme a una Constitución que prometió respetar, justifica violarla para lograr una ley que ella estima conveniente.
Me preocupa este mundo en que ser tolerante no significa escuchar lo que no queremos oír, sino que funar opiniones que juzgamos ofensivas; en que la libertad no consiste en hacer lo que queremos sin molestar al prójimo, sino que prohibir al resto que haga lo que no le gusta a una minoría fanática.
Los talibanes en Afganistán destruyeron estatuas milenarias de Buda y nos horrorizamos. Hoy jóvenes intolerantes atacan la estatua de Churchill, remueven la de Roosevelt o destruyen la de Prat y el “progresismo” mantiene un vergonzoso silencio.
Una sociedad libre supone el respeto por los que aprecian la belleza artística de un urinario y la mantención del delicado equilibrio entre los intolerantes de un lado que quieren destruirlo por vulgar y los fanáticos del otro que quieren obligarnos a admirarlo por su genialidad. Ese equilibrio se construye con derechos personales que las mayorías transitorias no pueden vulnerar, con leyes aprobadas democráticamente que las personas no pueden violar y con autoridades que cumplen y hacen cumplir la ley.
La historia muestra que el desarrollo y la libertad no son una constante de progreso, sino que sufren regresiones milenarias. Estamos en una etapa de apogeo de la civilización como la que el mundo vivió del siglo I hasta el V d.c. Por delante nos amenazan 1.000 años de oscurantismo, si coartamos la libertad personal, destruimos la economía y el comercio; despreciamos el Estado de Derecho y reemplazamos la razón por las creencias. Eso ya lo sufrió la humanidad y depende de nosotros que no lo sufra de nuevo.