Anne Carson es una autora sorprendente, inabarcable, polifacética. En sus obras, incluso en aquellas que parecen poder adscribirse, en una primera mirada, a un género específico, siempre, finalmente, termina por trascenderlo, porque su escritura pone en acción de modo simultáneo su inteligencia y penetrante discernimiento conceptual (es una filósofa), su conocimiento de la tradición (es una especialista mayor en la cultura griega) y su fina sensibilidad emocional y perceptiva (es una poeta). Carson supera, en una vanguardia a la cual acaso ella misma no aspira en absoluto, “la ley del género”, como la llama Roland Barthes, ley férrea que hizo imposible la vida de otros escritores, descolocando siempre las expectativas de los lectores. Así su poesía es pensada y permeada de referencias, su filosofía es poética y literaria y sus ensayos se deslizan hacia la poesía y el filosofar. Sus textos son, por lo mismo, muy densos —densidad en el sentido de riqueza anudada de sentidos— y reclaman una lectura lenta porque ofrecen incesantes estímulos, invitando a la mente del lector a divagar más allá de ellos mismos, a buscar, retornar, saborear de nuevo, en un vaivén que posee una cadencia imposible de acelerar.
Quizás
Eros. El dulce-amargo, un ensayo a todas luces extraordinario, sea una posible vía de acercamiento al atractivo que produce la obra de la escritora canadiense. El ensayo, que a medida que avanza se va deslizando siempre más allá de lo que parece ser su propósito inicial, plantea una conexión esencial entre la figuras de Safo, Sócrates y Kafka, entre el poetizar y el filosofar, entre el cortejo del amor y el cortejo de conocimiento. De algún modo, el texto puede interpretarse, del lado filosófico, como una nueva y original apología de Sócrates o, del lado literario, como la reivindicación de Safo como la filósofa del eros. En su estructura nuclear, el ensayo consiste en la exégesis y correspondencia del célebre poema de Safo (Fragmento 31) “Me parece igual a los dioses”, con el diálogo
Fedro, de Platón. Ambos, a su vez, sirven para intentar dilucidar un microcuento de Kafka llamado “El trompo”, reproducido al principio del libro. Sería vano y carente de sentido intentar resumir los pasos que da Carson para envolver al lector en esta sutil triangulación. Carson es una seductora y piensa que en toda seducción siempre interactúan tres polos, que en la vida y el texto lo central es una triangulación que convierte el amor y el conocimiento en un cortejo incesante, en el cual lo esencial es el cortejo mismo, el movimiento del deseo en busca de su objeto y no la posesión (en el caso del eros) ni la comprensión (en el caso del conocimiento).
Es erudita —pero en una dosis tolerable— cuando interpreta, directamente del griego, el famoso poema en que Safo describe los efectos físicos que se producen en su cuerpo cuando observa como la mujer que le atrae de manera poderosa está conversando con un hombre, quien la escucha atenta y serenamente. Nunca antes en nuestra cultura (y quizás en todas) se había puesto la atención y definido con tanta claridad los efectos que produce ese estado psíquico a que Safo (en propiedad original) designó con un verbo griego el que posteriormente se entendería como deseo. A Carson le interesa especular acerca de las razones por las cuales Safo introduce un tercero en la relación erótica y, desechando las interpretaciones tradicionales, propone una suya. El triángulo se explica por una palabra, un neologismo que introduce la poeta griega en un verso anterior: “dulce-amargo”. El tercero está ahí, según Carson, para escenificar la distancia infranqueable entre la amante y el amado, una distancia que moviliza sobre todo la fantasía del amante, una distancia en que hay deleite, pero imbricada de ausencia, falta, dolor, una pulsión que quiere alcanzar aunque vive y se acrecienta solo mientras no alcanza eso que desea y este —el amado—, permanece inalcanzable, fugitivo, pero posible. Carson piensa, con entusiasmo, que esa substancia erótica está presente también en el filosofar (y en el poetizar sin duda), que su búsqueda es un deleite en lo inalcanzable, que el filósofo no puede pretender comprender de manera absoluta, fijar definitivamente una respuesta, que su oficio es un cortejo, nunca una boda consumada. Todo lo anterior explica la dedicación de Carson a la obra de Proust, porque en la obra del francés lo fugitivo del eros (que solo permite una “felicidad póstuma”) es un principio estructural que recorre todos los ámbitos de la novela.
Carson piensa bien, es cultísima pero no pedante (solo exhibe su conocimiento cuando es necesario) y al pensar va desplegando una imaginación que le permite elaborar fragmentos de una prosa poético-filosófica muy bella y establecer luminosas correspondencias como la que señala entre la poesía, el amor y un trompo en movimiento, el de Kafka.