Un grupo de economistas de sensibilidades muy diversas logró un acuerdo para un plan que permita enfrentar la crisis de la pandemia. No me pronuncio sobre su contenido técnico, sino sobre algo tan importante para el país como son los US$ 12 mil millones involucrados. Los economistas nos han dado una lección política: han sabido negociar; establecer plazos; dejar de lado las cuestiones que no son esenciales durante una emergencia y, en definitiva, llegar a propuestas que no son las ideales para cada uno, pero que sí resultan posibles. “La política surge de la aceptación de limitaciones”, decía Bernard Crick, el más juicioso de los socialistas que ha pisado la tierra. Eso fue entendido por esas personas y bien acogido por los políticos. No es casual que allí haya estado Ignacio Briones, nuestro muy político (esto es una alabanza) ministro de Hacienda, además de figuras tan distintas como Andrea Repetto y Bettina Horst.
En suma, se agradece recibir una buena noticia. Muestra que en Chile todavía es posible promover un clima diferente, y hace ver que hay figuras públicas que comprenden lo que saben los chilenos comunes y corrientes: si el buque se hunde, nos ahogamos todos.
Naturalmente, en todo este proceso hubo sombras. La primera parece una broma histórica. El Partido Radical, que durante más de un siglo se caracterizó por su talante parlamentario, su capacidad para negociar y su sentido político, no quiso sumarse a este acuerdo. Se trata de una señal más de una decadencia que arrastra hace décadas.
La otra omisión resulta menos sorprendente. El pobre diputado Jackson fue incapaz de resistir los latigazos de las redes sociales y abandonó un trabajo en el que había puesto empeño y buenas ideas. Qué gran político sería si algún día tomara la resolución de cerrar su cuenta de Twitter. Si nuestros representantes son unos meros transmisores de los impulsos de las redes sociales, entonces utilicemos los avances de la inteligencia artificial y pongamos un algoritmo que calcule a la perfección la voz de “la calle” y se vote en consecuencia. A eso conduce la obsesión por el “qué dirán”.
Los economistas, en cambio, supieron actuar con altura política, entre otras razones, porque se dan cuenta de que la situación es muy grave. Nosotros, por nuestra parte, no sacamos nada con asustarnos: es hora de sacar algunas lecciones.
La primera de ellas nos lleva a reconocer que fuimos unos presuntuosos. Pensamos que la estabilidad económica estaba asegurada. Dimos por garantizadas una serie de cosas que, en realidad, son más bien excepcionales y requieren ser cuidadas con esmero. Así, permitimos que creciera el gasto público y toleramos ineficiencias inaceptables. Pusimos en marcha políticas que no iban directamente dirigidas a los más necesitados. Creímos que podría haber desarrollo sin estimular en serio la inversión. A pesar de ciertas advertencias, no diversificamos nuestras exportaciones ni sus destinos. Después, cuando vino la violencia, nos pareció que el país se podría dar el lujo de gastar su plata en reponer semáforos y recuperar estaciones de metro destrozadas; total, había suficiente y estábamos asegurados.
En suma, olvidamos que todo puede decaer; que, como decía Bachelet, “cada día puede ser peor”, y ahora nos hallamos en una situación angustiosa. La culpa no es del virus, sino solo nuestra.
La segunda lección tiene que ver con el futuro. Nuestra irresponsabilidad de años anteriores hace peligrar unos equilibrios fiscales que se consiguieron con muchos esfuerzos. Las presiones para aumentar la deuda pública vienen de izquierda y derecha, pero no son inocuas. Es verdad que tenemos que atender con urgencia a las personas que pasan necesidad, pero no hay que olvidar que la solidaridad entre generaciones no es un bonito ideal comunitarista, sino una exigencia de la justicia más elemental. No tenemos derecho a dejar a las generaciones que vienen un país que, además de pobre, esté completamente endeudado.
La solución acordada por los economistas intenta situarse en un delicado punto medio entre la necesidad de aliviar a quienes están en situación más vulnerable y la exigencia de velar por las generaciones futuras. Por eso, este plan de emergencia tiene un claro carácter transitorio. Esto deben entenderlo los políticos y la ciudadanía. Ya constituye una grave irresponsabilidad el haber llegado a esta crisis como la cigarra de la fábula de Esopo que, a diferencia de la hormiga, no se preparó para el invierno; pero sería imperdonable pretender que aflojando la disciplina fiscal podremos ahorrarnos varios años en los que habrá que llevar el cinturón apretado.
El acuerdo de los economistas constituye una señal de esperanza: ha constituido un notable ejercicio político. Ellos nos han mostrado que los enemigos no se llaman PPD, UDI, PS, DC o RN. Aquí la única lucha importante es entre Chile, por un lado, y el virus, el odio, la violencia, la demagogia, el estancamiento económico y el desempleo, por el otro. Si de las vacas flacas aprendemos esta lección, nuestras actuales penurias no habrán sido en vano.