Es preciso partir por el juicio técnico-literario. Por decirlo de algún modo, se trata de cuentos soberbiamente escritos, con un calibre y empleo de primer nivel de los recursos necesarios para hacer atractivo el relato escrito de una historia. Sería, pues, equívoco para el lector e injusto para el autor, encasillarlos simplemente en el subgénero del “cuento militar”; compiten en cualquier división que se los ponga. Ambrose Bierce (1842-1914) demuestra talento y sabiduría para la construcción de un “cuento” en sede literaria propiamente tal, con un “autor”, un sello personal y una técnica de escritura tan fuera de lo común que, a pesar de ser un escritor de la segunda mitad del siglo XIX, ya parece estar entre las cimas de una larga tradición. Esta calidad, ya por sí sola, justifica de modo inobjetable esta edición, calidad que luce gracias a la traducción estupenda de Nicolás Medina Cabrera. Este mérito es esencial, porque una versión neutra, ni siquiera mala, correcta tan solo, no habría dado cuenta de la belleza sobresaliente y sutil de la prosa del norteamericano.
Bierce, ante todo, posee una escritura que estimula y conduce la imaginación visual del lector. Esto es clave, porque en un relato con esta temática el lector que no está familiarizado con la guerra ni con la guerra de esa época, es decir, casi el cien por ciento de los lectores, al leer debe poder “ver” de modo inteligible lo que está pasando en el campo de batalla, formarse una imagen gráfica en su mente. Si el escritor no es capaz de hacer una “composición de lugar”, una reconstrucción del marco espacial, de la geografía de las posiciones y desplazamientos, fracasa. Hoy se diría que Bierce habría podido ser un gran pintor o un cineasta de batallas, porque maneja, sin jergas, la visualidad espacial general y también, la visualidad próxima, el acercamiento, el
zoom, el cuadro, el detalle material. Bierce nos introduce en ese campo sangriento de la guerra fratricida y, entonces, la vemos con sus ojos como si fueran nuestros ojos, sin ahorrarse la crudeza y obscenidad, pasando por ella sin premura ni lentitud, mostrando su sevicia con la naturaleza, la carne y las almas.
La visualidad de su prosa no es su único brillo. Bierce maneja de modo ejemplar el tiempo, el ritmo de las acciones. Sus avances y retrocesos narrativos son dignos de gran estratega y su pluma maneja —en la presionada extensión del relato breve— la cadencia irregular y diversa de la guerra, esa sucesión impredecible que, desde los registros homéricos, combina la explosión de la batalla más intensa, el relajo cotidiano en medio de las pausas largas, el pulso a veces lento y débil de una lucha fatigada. En medio de todo este acontecer enrarecido despliega Bierce, mediante acotaciones del narrador o diálogos punzantes e ingeniosos, ese humor que siempre aflora, quizás como una manera de conjurarlo, ante el horror de la muerte omnipresente, pero en una versión que hace gala de agudeza intelectual, ironía o golpes de un sarcasmo sordo e inesperado. Su oficio de cuentista se advierte, además, en la conciencia de la importancia de la perspectiva, que, a veces, como cuando asume la de un niño, de un moribundo o de un muerto, de un singular soldado, a pesar de que narra en tercera persona, demuestra cómo la subjetividad tiene límites acotados, estrechísimos, que la experiencias se viven desde ángulos que dejan afuera tantísimo más de lo que atisban. Estos cuentos son un ejemplo de un narrador que tiene en cuenta la dimensión y la forma de la ventana a través de la cual se narra.
Tratándose de la guerra, el fondo de estos temas no puede sino ser moral. Bierce no es sentencioso ni jamás se hunde en la moralina, pero sin duda el campo de batalla es un horizonte donde comparecen las miserias y grandezas del hombre pudiendo ser observadas de modo privilegiado como en el preparado de un microscopio. No le interesa cuál de los bandos tiene la razón ni qué factores concurrieron a un cierto desenlace ni tampoco narrar un episodio célebre. La guerra es el escenario para que las pasiones del hombre (el orgullo, el resentimiento, la venganza, la amistad, la vanidad, la valentía o la temeridad, el prejuicio social, el autoengaño y la negación, la estúpida tozudez) vuelvan a desplegarse. Es por ello que en una parte importante de estos relatos, los antagonistas no son los adversarios, sino otros miembros del mismo bando. Una vertiente interesante que asoma, solo asoma, es la presencia de la mujer (y de lo femenino) en este mundo castrense dominado por los valores más brutales de la virilidad. Para Bierce, la guerra no es más que la continuación de la paz, de la guerra de la paz, por otros medios.