El contenido del acuerdo al que, razonablemente, pueden aspirar a arribar los partidos y el Gobierno no es de aquellos que, como el constitucional de noviembre, amarran las políticas futuras a estrictos compromisos, minuciosamente detallados en sus formas y cronograma.
Es más probable que el resultado de este sea un marco general acerca de cuánto puede gastar el Estado para hacer frente a la pandemia y refiera, de manera muy general, las políticas con que cabe enfrentar cada una de sus etapas. Ese es el tono y el tenor del texto de los economistas que le dio el impulso. Las incertezas acerca de cómo se comportará el virus aconsejan más la vaguedad de un bosquejo que la minucia de un planificador. Un marco de referencia como ese no ahorrará debates en el Congreso Nacional.
Pero la importancia de este diálogo no radica tanto en el texto del acuerdo al que pueda arribar, como al proceso mismo de llevarlo a cabo. El proceso puede erigirse en un símbolo de recuperación institucional y de valores democráticos. Como la política está hecha de símbolos, no cabe despreciar el proceso que se inició ayer.
Primero, y no es poco, simboliza un acto de humildad de un Gobierno que tiene una historia de discursos soberbios. Al margen de cómo lo explique, al llamar a un diálogo el Gobierno pide ayuda. El Presidente da cuenta de haber leído y apreciado una propuesta que no proviene ni fue encargada por él. La democracia entrega temporalmente cuotas de poder a algunos grupos y personas, pero no los hace, por ello, más inteligentes o inmunes a errores. Cualquier idea y proyecto se nutre y enriquece de la crítica y de otras ideas y proyectos que circulan. Llamar al diálogo conlleva terminar con apelaciones vacías a la unidad nacional, que más se asemejaban a intentos de silenciar la crítica. La convocatoria representa un acto de apertura y humildad presidencial que cabe celebrar.
Segundo, compromete a la oposición con el marco de las políticas gubernamentales y sus resultados. Si la crítica racional enriquece la democracia y mejora las políticas públicas, la descalificación y la crispación —ese virus infantil que poseyó a nuestra política por casi una década— es fuente de desconcierto y desconfianza en las instituciones. Un marco de acuerdo acerca de las políticas que deben seguirse frente a la pandemia puede ayudar a morigerar el debate y prestigiar la democracia.
Tercero, renueva y le pone un horizonte al mandato político del Gobierno. No olvidemos que tan solo hace 90 días, importantes sectores políticos apostaban a voltearlo; el diálogo abandona ese juego al borde del precipicio. Sentarse a dialogar es un respaldo tácito, pero claro a la continuidad democrática del mandato presidencial; para que conduzca el enfrentamiento de la pandemia, morigere sus efectos sociales y económicos más inmediatos e inicie la reactivación. El diálogo compromete a todas las fuerzas políticas en las antípodas de la protesta violenta como método para derrocar al Gobierno. Este se arropa para enfrentar cualquier brote de violencia futura, aunque se somete a un mandato más acotado y nacional que el que lo inspiraba.
En cuarto lugar, recupera y releva la importancia del saber técnico en el quehacer político. El diálogo será acerca de las medidas económicas y sociales más acertadas frente a la pandemia. El estilo de hacer política centrado en la descalificación y el testimonio moral cede su lugar a las concretas propuestas, capaces de convencer como realistas y eficientes.
Por último, y tal vez lo más importante, los convocados son los presidentes de los partidos políticos con representación parlamentaria en las comisiones de Hacienda del Congreso. Ellos se reúnen en nombre y representación de todos, porque se les reconoce el poder y la autoridad que proviene de las urnas. Ya la Mesa Social, a la que tanta relevancia se dio en las protestas, motejó este diálogo como cupular y lo acusó de hacerse a espaldas del pueblo y de sus movimientos de base. Es de esperar que los partidos, especialmente los de izquierda, esta vez no se vean apocados por esa crítica; no reconozcan superioridad moral alguna a esos grupos y repitan, una y otra vez, como si fuera un mantra, que en democracia el único poder y autoridad legítimas radica en los votos obtenidos en las urnas.
Acicateada por un problema urgente, la política retorna al diálogo racional en búsqueda de acuerdos basados en el saber técnico y con sustento en la humildad de quienes se reconocen falibles. Es de esperar que ello permanezca, pues si de algo nos hace conscientes esta pandemia, es de nuestra radical interdependencia y que, en la calidad de las políticas públicas, nos jugamos la vida y parte no menor de su calidad.