A diferencia del 18 de octubre, en esta segunda crisis muere mucha gente y por causas que no podemos imputar directamente a otras personas. Esta situación agrega un dramatismo especial y nos exige ser especialmente serios; pero también hay que mantener la serenidad, porque el pánico jamás ha sido un consejero confiable. Repasemos los ingredientes que componen nuestras actuales tribulaciones.
El primero es que no solo nos hallamos ante un virus extraño y peligroso, sino que, con excepción de las guerras, probablemente nunca antes en la historia las personas habían tenido tanto miedo a la muerte. De ahí que se comporten como si hubiese un solo peligro que enfrentar, cuando en realidad son muchos y grandes. Las cuarentenas pueden ser necesarias, pero traen consigo graves daños a la salud mental de las personas; serias repercusiones educativas; cesantía, con sus efectos materiales y psicológicos; violencia doméstica; abuso infantil; soledad y, por supuesto, unas consecuencias económicas terribles. Además, no todos gozan de las mínimas condiciones materiales para enfrentar un encierro obligado.
Hasta hace algunas generaciones, bastaban dos años de malas cosechas para que la humanidad enfrentara el problema del hambre. Esta situación parecía superada en un mundo perfectamente interconectado, donde los habitantes de la ciudad no tenían idea de cómo había sido la última cosecha. Tal seguridad básica ha terminado. Las colas gigantescas en los supermercados en vísperas de la cuarentena fueron elocuentes, pero aún más aquellas que se producían en las estaciones de servicio. Uno pensaría que no se necesita tener el estanque lleno de bencina en cuarentena. Esa ansiedad expresa algo muy profundo: de pronto, el mundo se volvió inseguro.
Además, el clima nacional está marcado por una lógica que se alimenta de las redes sociales y se procesa en los matinales, lo que hace difícil una deliberación serena sobre nuestros problemas. Para colmo, se metió en escena la corrección política. Así, quien quiera introducir algunos matices será visto como un “Jack el Destripador”, que solo busca matar gente o causar daño. Como hay que ser animalista, nadie discute que se puedan pasear perros, pero no importa mucho que los niños y los viejos pasen semanas cuasi encarcelados, a veces en espacios minúsculos.
¿Es muy extraño todo esto? No, si se atiende al hecho de que la opinión pública está presa del pánico y los diversos gobiernos deben complacerla si quieren seguir existiendo.
En el escenario actual, no es posible matizar. Voces como las de John Ioannidis (Stanford), Sucharit Bhakdi (Maguncia), Hendrik Streeck (Bonn), y otros científicos que cuestionan el valor de los datos que se entregan a la opinión pública o la conveniencia de las medidas adoptadas, son desacreditadas
a priori. Ignoro si tienen razón, pero me sorprende que en Occidente estemos en presencia de fenómenos parecidos, aunque en sentido inverso, a la censura china a ciertas opiniones discrepantes de la versión oficial.
Nuestros pesares se agravan porque tenemos al lado algunos malos ejemplos. Alberto Fernández ha descubierto la pólvora. Si uno hace cuarentenas draconianas, tendrá la aprobación de un público que está aterrado; podrá aprovechar el momento para negociar con los acreedores extranjeros, y la paralización de la economía se evita imprimiendo billetes. Una solución genial, que lo ha transformado en un héroe. El problema es que ya sabemos cómo termina esta historia, aunque Fernández se las arreglará para salir beneficiado de la catástrofe.
Para colmo, izquierdas y derechas han mostrado una vez más su alma tecnocrática. En una entrevista donde decía otras cosas muy sensatas, un político de derecha señaló que “hay que dejar que los científicos sean quienes nos iluminen el camino”. Profundo error. Los científicos de las diversas disciplinas solamente nos dicen cosas como: “Si hace una cuarentena, bajará el número de contagiados”, o “Si detiene la economía, aumentará el desempleo”, pero ningún científico nos puede indicar cómo, en definitiva, debemos enfrentar esta crisis, que tiene infinitas facetas. La única actividad capaz de tomar decisiones es la política, con los antecedentes que le proporcionan los científicos. Con todas sus limitaciones, ella es capaz de atender al conjunto de los factores y ver, al mismo tiempo, la singularidad de cada situación.
Ahora bien, precisamente aquí, en la política, tenemos el problema más serio. No contamos con una oposición como la portuguesa, capaz de dejar de lado las diferencias y de unirse al gobierno para enfrentar la crisis. Giorgio Jackson dijo esta semana que el problema de la oposición era su falta de dureza. Increíble. Además, el 18 de octubre instaló en la sociedad la idea de que había disponible mucha plata, y que simplemente era cuestión de presionar al gigante egoísta para que abriera las puertas de su jardín.
Nuestra principal dificultad no es sanitaria, sino política. Eso es terrible y esperanzador a la vez: la política depende de la libertad, y un cambio de actitud (de todos) puede llevarnos a una situación muy distinta del cuadro sombrío que acabo de pintar.