El discurso y la acción política, que por largo tiempo muchos entendieron como el espacio en el que testimoniar malestar, sueños o rabias, vuelve al cauce del hacer, aquel en que se despliega el arte de lo posible para enfrentar acuciantes problemas concretos.
La pandemia y la crisis social que acarrea, demandan políticas en cuyo acierto muchos se juegan la vida y la subsistencia. Ello nos devuelve un realismo que no debiéramos perder y que, por el contrario, parece necesario proyectar.
El Estado de Chile enfrentó los comienzos de la pandemia en situación calamitosa; basta recordar la incapacidad para restablecer el orden público, la acusación constitucional en contra del jefe de Estado y que una parte significativa de la oposición apostaba a que no terminara su mandato.
Al cabo de dos meses, con aciertos y errores, el quehacer político ha recobrado el aire, es decir, la autoridad; esa aura intangible que le permite mandar, imponerse por presencia y no por la fuerza bruta. Hoy la autoridad sanitaria ordena, sin contrapeso, medidas en general eficaces, que en última instancia, la fuerza pública impone en las calles sin ser desafiada por la violencia. Gobierno y Congreso Nacional, con las escaramuzas propias del debate entre alternativas opinables, aprueban medidas que van en concreto alivio de los que más sufren económicamente las restricciones sanitarias. El ministro de Hacienda y el de Salud se mueven sin el dogmatismo ideológico que venía reinando en la política chilena del último decenio.
Por cierto que la pertinencia y suficiencia de las medidas han generado y seguirán generando debates. Mirar las críticas como atentados a la unidad olvida que la deliberación es el mejor antídoto contra las malas ideas y que la unidad entre seres pensantes se verifica en el consenso. Todos andamos a tientas frente a un problema inédito. Tan solo el incierto futuro permitirá calificar lo que se hizo como aciertos o desaciertos. Lo que —al fin y por fortuna— va bajando sus decibeles en el debate político es el diapasón de quienes creían tener soluciones perfectas, opciones moralmente superiores, lo que les permitía no rebatir con razones una cierta política, sino descalificar a quien la sustentaba. Ese discurso hizo imposible la política.
No afirmo que las políticas públicas sean acertadas, constato algo más modesto, pero que está en su base: que la política ha vuelto a funcionar, a adoptar políticas de cara a las necesidades sociales; que los que recibieron un mandato popular para gobernar, gobiernan, que el Congreso legisla y fiscaliza y que los carabineros se imponen por presencia. Nada de eso estaba claro u ocurría regularmente hace dos meses atrás. Y si la política institucional ha vuelto a funcionar, si ha vuelto a dar ese ancho es, primero, porque la forma del discurso político, forzado por la pandemia, ha cambiado desde el tono de la descalificación al del debate racional.
Algunos se entusiasman y llaman a un gran pacto social para el largo plazo. Me parece mucho pedirle a un enfermo que viene saliendo de la UTI, pero bien valdría la pena instalar cuatro o cinco conversaciones paralelas a las de la emergencia, a ver si en una o dos sale humo blanco. Desde luego, empezar a tirar líneas acerca de las políticas más eficaces para retomar el empleo y volver a recuperar la economía cuando dejemos atrás el encierro. Una segunda es la reforma a Carabineros, un tema que vuelve a dormirse, no debiendo hacerlo. Una tercera son las pensiones, pues la reforma en debate no parece suficiente para aquietar las aguas. Por último, las desigualdades en salud y educación.
Cada uno de estos desafíos requiere de políticas de largo plazo que se sostengan en el tiempo y logren navegar los dos años electorales que se nos vienen. Si se avanzara bien en uno o más de esos problemas; si en ellos la política institucional, entrando en deliberación racional y transparente, pudiera mostrar resultados o hacer al menos promesas creíbles, se reforzaría la legitimidad institucional, que es requisito necesario de la buena política.
El Presidente ha tenido malas experiencias y él mismo no ha sabido dar el tono para instalar acuerdos transversales, pero la política es dinámica y hoy la atraviesan nuevos aires. Ante la pandemia, muchos de los que están dotados de mandato popular han mostrado un nivel de flexibilidad, pragmatismo y espíritu de diálogo racional, que vuelve a dotar a las instituciones representativas de una autoridad que parecían haber perdido para siempre. La política vuelve a dar el ancho. Es la hora de reforzar la tendencia. Ejercitar el arte de lo posible hace que sea posible lo que ayer pareció perdido.