En estos tiempos en que nuestra casa ya va tomando aspecto de guarida donde refugiarse del amenazante pirihuín que anda rondando, el brazo largo y benevolente (heroico, a veces) de nuestros restauradores (sí, dénse el título que quieran, se lo merecen) llega a darnos de comer finamente con un toque, muy bienvenido, de nostalgia: “esos tiempos en que el comedor, donde conversaban en diez mesas, estaba a media luz y cantaba Edith Piaf, de trasfondo, o sonaba algún acordeón parisién”…
Bueno, Le Flaubert nos ha proporcionado una comida absolutamente comme il faut, sin toda aquella romántica parafernalia, que nos queda debiendo para cuando sea. Junto con agradecer los platos, se agradece los precios, que son sumamente conservadores. O sea, suavidad en la lengua y caricias en el bolsillo.
Hemos partido con una maravillosa “ensalada de huevos” ($4.900), puesta sobre unas lechugas y acompañadas de pan campesino: qué rica combinación de huevos duros picados, apio en rebanadas muy finas, y una mayonesa magistralmente sazonada con mostaza y hierbas, más un toque sentadorísimo de estragón seco.
El gran trozo de pâté maison ($10.000), capaz de abrir el apetito de varios comensales, resultó irreprochable, con el balance justo de especias y aromas.
Probamos, en esta ocasión, dos fondos. Uno fue un coq au vin ($8.000) hecho con todas las reglas del arte, partiendo por algo que, preocupados de la calidad de la salsa, descuidan muchos cocineros: el punto de cocción de la carne de ave que, si se pasa, se endurece y seca. En este caso, la pata entera (trutro corto y largo) estaba bien cocida y jugosa. Un primer punto a favor. Y la salsa de vino, de este plato campesino, que incorpora cebollitas perla y champiñones de París, también estuvo en el punto exacto: sazón sencilla y equilibrada, con su pimientita molida en molino.
Quizá no sea ciento por ciento francés, pero el pastel de jaiba ($10.000) que catamos a continuación fue muy bueno: la añadidura de queso, que suele ser una tentación fatal en este guiso, estuvo bien controlada, y diríamos que el noventa por ciento de los ingredientes fue carne del crustáceo, que es lo que, en el fondo, se pide: no se abrume a nuestros delicados mariscos con aliños y sabores en exceso. La jaiba no necesita ayuda, compadre…
Postres: una fina torta de chocolate ($3.200), chocolatosísima pero no empalagosa, y una tarta de manzana hecha en la tradición de la tarte Tatin ($3.000): según los cánones, la “Tatin” debe llevar manzana más caramelizada; pero ésta, sin ese detalle, estaba muy buena, por la calidad de las manzanas y la abundante mantequilla empleada en su cocción.
En suma, hay que agradecer que, en tiempos tan aciagos, se pueda comer tan bien en Santiago, dejando a un lado los chirimbolos y ateniéndose a la mera esencia de los platos.
Muy, muy recomendable.
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