Decir que la pandemia modificó drásticamente nuestras prioridades ya es un lugar común. Sin embargo, a partir de ese dato, el Gobierno intentó ir un poco más lejos, sugiriendo que quizás sea necesario postergar nuevamente el plebiscito constitucional. Sobra decir que la propuesta no fue bien recibida en círculos opositores, y ni siquiera recibió apoyo unánime en el oficialismo, aunque fuera porque las explicaciones no fueron demasiado convincentes. Por un lado, se adujeron razones sanitarias, pero ese argumento tiene un problema de tiempo: nadie podría proyectar hoy con un mínimo grado de rigor cómo estaremos en octubre. El Presidente, por su parte, agregó el factor económico, lo que irritó aún más a la oposición: ¿desde cuándo, se preguntaron muchos con razón, las crisis económicas han servido para postergar elecciones? Es cierto que tenemos un problema grave con el calendario electoral, pero postergar el plebiscito tal vez complicaría las cosas, pues obligaría a comprimir aún más los plazos.
Ahora bien, esta sugerencia del Ejecutivo también debe ser leída en otro plano, más allá de los errores cometidos. Parte de la oposición reaccionó escandalizada, acusando al oficialismo de no honrar los acuerdos, como si el Gobierno hubiera querido modificar unilateralmente la fecha del plebiscito. En ese sentido, la reacción opositora es sintomática de algo más profundo, e inquietante. El escenario que enfrentamos puede ser descrito como sigue. A partir de octubre, el Gobierno perdió casi toda su capacidad de protagonismo e iniciativa política, quedando reducido a la exclusiva función de garante del proceso constituyente. De algún modo, la pandemia le permitió al Ejecutivo recuperar parte de ese protagonismo perdido. La oposición se vio obligada a aceptar ese hecho, pero anhela que sea lo más limitado posible. Dicho de otro modo, su idea es encapsular la pandemia: después de ella, las cosas deberían volver a su punto de partida. Si la dinámica política se vio interrumpida por el covid-19, habrá que retomarla apenas sea posible. Esto explica que tantos, a principios de marzo, hayan sostenido que el virus formaba parte de una conspiración orquestada por el Gobierno de Chile. Desde luego, la apuesta oficialista es exactamente contraria, y consiste en esperar que se produzca un cambio de clima tan profundo que se modifiquen los términos del problema. Si se quiere, por más frívolo e inoportuno que nos parezca, ya se abrió la disputa por el escenario pospandemia (y la consecuencia lamentable es que todo lo sanitario estará contaminado por esa disputa).
Es imposible predecir qué ocurrirá, pero por ahora el Presidente no debería hacerse ninguna ilusión: la oposición no le dejará pasar nada, precisamente porque percibe que podría ponerse en riesgo aquello que considera un triunfo histórico. No debe olvidarse de que la gran mayoría de la oposición votó favorablemente la destitución del Presidente. También cabe recordar que, hace unos meses, el entonces Presidente del senado instó a Sebastián Piñera a aceptar un parlamentarismo de facto, que equivalía a una rendición incondicional. La oposición no ha dejado de realizar intentos por avanzar en esa dirección, y los proyectos de ley abiertamente inconstitucionales se inscriben perfectamente en esa estrategia.
A estas alturas, nadie debería engañarse respecto del verdadero objetivo de gran parte de la centroizquierda, que excede la persona de Sebastián Piñera. Su idea es horadar progresivamente el equilibrio institucional consagrado en la Carta Magna (que todos se comprometieron a respetar en el acuerdo del 15 de noviembre), con el fin de tener una mejor posición negociadora de cara a la eventual nueva Constitución. En este punto, desaparecen los desacuerdos, incluso si se trata de estatizar los fondos de pensiones. No hay líderes, no hay ideas, no hay ninguna articulación política digna de ese nombre, pero sí hay una voluntad férrea que busca debilitar la institución presidencial —de allí los reclamos de Ricardo Lagos, que algo entiende de esto—. Es la vieja fronda de los partidos que aspira a una maniobra extraordinariamente hábil: utilizar en su favor toda la rabia acumulada contra la clase política. Nadie sabe para quién trabaja.
En ese contexto, el Gobierno no se puede permitir el más mínimo error, porque su margen de maniobra es muy escaso. Muy pronto entraremos en un largo período de febrilidad electoral, que nunca es cómodo para el Ejecutivo. No obstante, uno esperaría que en Palacio hubiera alguna conciencia de aquello que está en juego. Hay muchas, demasiadas, definiciones institucionales que serán decisivas para el Chile del futuro, y cada gesto del Gobierno juega un papel. Por eso resulta tan extraño que el primer mandatario remita constantemente a motivos económicos, y que no sepa tomar la altura que las circunstancias exigen. Mientras el propio Presidente no tome conciencia de lo que está en entredicho, no podrá defender aquello que está siendo atacado: la Presidencia de la República, tal y como la conocemos hasta ahora.