Esta película española, como muchas otras y varias de Netflix, se sitúa en una ciudad específica, aquí es Valencia, y la historia se construye sobre su lengua, historia y geografía.
Eso explica las referencias a las cañas y el barro, en recuerdo del título de la novela de Vicente Blasco Ibáñez, para ese antiguo territorio de esteros y ciénagas pegados a la costa, que está por las bases de la actual ciudad.
La película sigue la novela de Juanjo Braulio, antes periodista y ahora escritor, con una metáfora que se cae de madura: bajo la ciudad están las huellas del lodo y el agua sucia; en fin, del pantano. Y esto es corrupción, crímenes y mafias, para un thriller con tintes políticos, donde la peor torpeza de la película son dos tintes creativos para los peores momentos: comienzo y final.
En vez de contar y concluir la historia sin recodos ni recovecos, la película parte con un escritor de nombre Q (Pedro Alonso), que ya son pretensiones, que protagoniza en secreto las historias que relata; por lo tanto, y como es el narrador absoluto, no se sabe si es todo inventado o todo real o mitad y mitad, por las simples ganas de enredar por enredar, cuando el primer desafío, por lo demás difícil, es contar una historia con orden y concierto.
Sin embargo, con buena disposición, es posible evitar la frustración de “El silencio del pantano”, e incluso superar el grave entuerto, porque el protagonismo de Q va y viene, y cuando desaparece es cuando surge la mejor película, una que se introduce en los barrios bajos de Valencia, por donde habita el gitano, el africano de Senegal y el payo; es decir, el que no es gitano, y aparecen términos como chabolo, que es la cárcel, o andar flipado, que es drogado. Entonces la película adquiere un talante violento y barriobajero, con dos buenos personajes: Falconetti (Nacho Fresnada), un matón gitano, impiadoso y devoto de La Puri (Carmina Barrios), en realidad doña Purificación, dueña de casa, mujer burda, garabatera y la jefa del cartel de la droga y los crímenes.
La trenza de la corruptela conecta a ese mundo gitano y hampón, con la Generalitat de Valencia, que son las instituciones del gobierno autónomo, y particularmente con Fernán Carretero (José Ángel Ejido), exdiputado, hombre de partido y ahora profesor de Economía. En la universidad, rápido y de refilón, se lee una leyenda: “La corrupción, como la paella, en ningún lugar como en Valencia”.
El político, según se cuenta, fue un protagonista de la transición que pasó del Fiat 600 y de la chaqueta de cotelé, al Audi y al traje a la medida. Un cambio de estatus, mentalidad y fortuna.
Este trío de personajes, sin duda, son unos bichos de pantano que se mueven con soltura, aire propio y autonomía, pero solo hasta cierto punto, por cierto, porque si algo no necesitaban era un escritor y protagonista como Q, que sobresale en el prólogo y el epílogo. Entremedio está lo mejor; es decir, la película que valía la pena.
España, 2019. Director: Marc Vigil. Con: Pedro Alonso, Nacho Fresneda, Carmina Barrios. 92 minutos. En Netflix.