Muchos años antes de que nos viéramos por primera vez, ya la conocía. Era la periodista inteligente y lúcida que preguntaba inquisitivamente en un programa que reunía a la familia en torno a la televisión. Una televisión en blanco y negro, incipiente, precaria, pero en cierto modo más rica que la de hoy. Ahí podían estar los padres y abuelos tratando de adivinar, al mismo tiempo que los panelistas, quién era el personaje que se escondía tras la pregunta “¿Quién soy yo?”. Los niños, faltos de los mínimos conocimientos y experiencia para encontrar la respuesta, nos divertíamos viendo que los adultos también sabían jugar.
Donde iba, Marta Blanco se encontraba con algún niño de entonces, que la recordaba por ese programa. Pero también con lectores que apreciaban sus libros, y con jóvenes que valoraban su espíritu crítico, su desparpajo, su humor inteligente y fino, que acompañaba con grandes carcajadas.
No fue por la televisión, sino por los libros que pude conocerla personalmente, en los 90; pero solo a fines de esa década me atreví a entrevistarla por primera vez. Claro, no era fácil estar a la altura de una mujer que había leído todo, viajado todo, absorbido todo. Y que además tenía una memoria prodigiosa y una mente tan ágil que hacía correr los pensamientos, las asociaciones de ideas, los juegos de palabras.
Esa mujer tenía 82 años al momento de su muerte, el pasado 21 de abril. Cuatro meses antes había estado grave, internada en una clínica y los médicos fueron pesimistas. Quizás el cigarrillo le estaba cobrando la cuenta. Sin embargo, pudo volver a su casa, donde ella quería estar. No era la misma Marta, pero sí lo era. Permanecían en ella sus críticas y su inconformismo frente al tipo de sociedad en que estábamos viviendo —odiaba la desigualdad, el arribismo, el clasismo, la tontera—; a la escasez de líderes políticos y a la falta de cultura de quienes pretendían serlo —fue hija de uno de los fundadores de la Falange y conocía de cerca el tema—; al ¡Periodismo!, la carrera que amaba, en la que enseñó y fue de las mejores, sin haber estudiado en ninguna escuela más que la vida misma. Y al mundo literario —no a la literatura—, que muchas veces fue mezquino en reconocer su indiscutible talento.
En los últimos años también se había instalado en ella esa amargura de quienes tienen mucho que aportar pero no encuentran el eco necesario. Porque sus palabras son incómodas —le indignaba que tantas veces la hubieran tratado de “conflictiva”, por las mismas razones que a un hombre lo consideran enérgico—, porque son de “otra época” —no había nadie más al día que ella en tantos y tan variados temas— o simplemente porque en nuestra vertiginosa existencia no nos damos tiempo para oír a quienes han vivido más, hasta que un día descubrimos que ya no contamos con su valiosa memoria.
Marta Blanco fue una escritora, periodista y mujer extraordinaria. El país no supo aprovecharla, como tampoco lo hizo con otros chilenos —y particularmente chilenas— de inteligencia y honestidad superiores. Quizás porque era de esas personas que obligan a preguntarse ¿quién soy yo?