Marzo de 1973. Unos niños de diez años juegan fútbol en una calle de Viña del Mar. En eso, ven que Sergio Onofre Jarpa entra a la casa de uno de ellos. “¡Vamos a pedirle un autógrafo!”, dicen de inmediato. Uno va a buscar la lapicera Parker de su padre. A continuación, dejan la pelota de plástico tranquila y entran. Jarpa accede de inmediato a la petición de sus admiradores e intenta estampar su firma en un cuaderno escolar. La lapicera no funciona. “No se preocupen”, dice el recién electo senador, mientras abre su viejo maletín negro. Los niños observan extasiados ese lugar que alberga unos documentos que para ellos son inaccesibles. ¿Y qué saca? Un lápiz Bic.
El Chile del Bic, que tanto sorprendió a unos niños que pensaban que la política importaba más que el fútbol, no era exclusivo de Jarpa, sino también el de gente como Aylwin. Sobrios hasta el extremo; poquísimos viajes, oficinas modestas, ningún glamur.
No solo un lápiz unía a esa gente. Ellos vivieron en primera fila lo que Góngora llamaba la época de las planificaciones globales. En 1964, 1970 y 1973, nuestra democracia se fue cayendo a pedazos. Se pensaba que había que refundarlo todo, al costo que fuera.
Lo peculiar de esos políticos es que, unas décadas después, fueron capaces de organizar otro régimen democrático. A diferencia del anterior, este sistema fue compartido por la gran mayoría de los chilenos durante más de dos décadas. Hasta que llegaron los inmaculados, aquellos que no están manchados por el pasado, los que se encuentran en el pedestal ético más alto que ha conocido la fantasía nacional. Ellos, por supuesto, también quieren comenzar todo de nuevo.
Jarpa era un duro —un “perro grande” dirán los que tienen memoria política— que mostraba los dientes cuando parecía necesario. Pero no nos confundamos: su método era el diálogo y su vía de acción, los cauces institucionales.
Es curioso, pero este John Wayne de la política chilena cosechó sus mayores triunfos en la difícil tarea de conseguir consensos. Primero fue en 1965, cuando con otras figuras de la época pudieron reconciliar en el nuevo Partido Nacional a conservadores y liberales, esos viejos hermanos enemigos.
Después fue decisivo en la formación de la Code. Para él, Aylwin y muchos otros, resultaba evidente que el gobierno de la Unidad Popular adquiría un talante crecientemente totalitario. Por tanto, las fuerzas democráticas debían unirse. Allí de nuevo estuvo Sergio Onofre Jarpa.
En 1983, como Ministro del Interior, encabezó unos intentos de apertura. Sus adversarios confiaron en él: se sentaron a conversar, se consiguió el retorno de muchos exiliados y la derecha política comenzó a rearticularse tras una década de parálisis. ¿Fue esa apertura un intento fracasado? En ese momento sí, pero cosechó sus frutos en 1989, cuando Jarpa y Aylwin negociaron con el gobierno los cambios constitucionales que sentaron las bases para una transición pacífica a la democracia.
Jarpa era un duro, pero cuidaba las formas. Jamás se presentó en un acto político sin chaqueta y corbata, y lo mismo exigía a sus dirigentes juveniles. Esto le importaba especialmente cuando el auditorio estaba constituido por sectores populares. De esta forma les mostraba su respeto.
¿Su sello político? No amaba las teorías, pero encarnaba a una de las vertientes de la derecha chilena, la nacional-popular. Y lo hacía desde el mundo rural, ese mismo que hoy muere por la sequía mientras los urbanos llevamos meses preocupados de otras cosas.
Por otra parte, pertenecía a lo que entonces se llamaba “la derecha política”, y no se sentía cómodo con la “derecha económica”. De economía no sabía nada; de hecho, los cambios que impulsó en la materia durante su gestión ministerial no fueron positivos para el país. Pero su intuición huasa era clara: la derecha no debía ser ni aparecer como un instrumento al servicio del gran capital.
Él quería a los caballos, las monturas, las riendas y las mantas, pero no como un coleccionista ama a sus objetos más preciados. Él era todo eso, constituía una parte de su vida. Una actitud semejante resulta incomprensible para el mundo urbano, el mismo que, en la izquierda, el centro y la derecha, jamás podrá entender lo que significó para los agricultores la reforma agraria. Con esto no digo que haya sido buena o mala, simplemente apunto a sus efectos antropológicos, que casi nadie se ha tomado la molestia de estudiar.
Su talante rural lo hacía desconfiar de la aplicación a la agricultura de los métodos actuales de administración industrial, por eficientes que pudieran ser. Al mismo tiempo, advirtió que la sequía de los sesenta podía repetirse y que necesitábamos embalses y otras obras que nos prepararan para esa eventualidad.
El siglo XXI se le presentó como absolutamente ajeno. Jarpa estaba completamente enraizado en su tierra y en su tiempo y no tenía nada que hacer en un mundo líquido y cosmopolita. Tan lejanos le resultaban los nuevos tiempos que llegó a renunciar a Renovación Nacional, un hijo de sus entrañas.
No fue Sergio Onofre Jarpa quien falleció hace unos días: murieron el Chile del Bic y también el propio siglo XX.