En una carta publicada en este medio, Abraham Santibáñez ha renunciado por anticipado a la posibilidad de recurrir a un respirador artificial si una persona lo necesita. Otros se han sumado a su gesto. De pronto, cuando la técnica parecía ser capaz de solucionar todos nuestros problemas, aparecen estas otras dimensiones de la vida humana.
Hoy tenemos magníficos respiradores artificiales y profesionales de salud de primera calidad, pero en muchos países los medios resultan insuficientes y surge la pregunta inquietante: “¿a quién asignar la última cama disponible?”. La situación aún no se ha presentado en Chile, pero debemos plantearnos esta cuestión, que resulta agravada por un hecho singular: las personas de nuestro tiempo no solo temen a la muerte, experimentan ante ella un auténtico terror.
No faltan quienes, paradójicamente, ante la insuficiencia de la técnica, pretenden resolver el problema con un criterio simplemente técnico. Nos proponen poner un límite de edad a partir del cual no cabe acceder a los respiradores. Piensan que, en virtud de la edad, hay vidas más valiosas que otras y que esa prioridad se puede establecer por anticipado. La solución es tentadora: transforma a los médicos en simples ejecutores de un protocolo; los dispensa de la incómoda tarea de decidir y, de paso, pone a raya a esos abogados que querrán hacer un negocio de la muerte.
¿Es importante la edad del enfermo a la hora de tomar una decisión? Con buen sentido, el colegio médico español (OMC) ha señalado que “el criterio fundamental debe estar basado en la probabilidad de supervivencia de cada paciente”. La edad influye en esas probabilidades, pero no es el único factor significativo. Establecerlo como un criterio de descarte
a priori, es una falta de respeto para con la tercera edad y hablaría muy mal de nosotros. Tampoco la discapacidad del enfermo debería constituir un principio de selección, si ella no es clínicamente relevante.
Por otra parte, el covid-19, aunque especial, no es la única enfermedad grave. Sus pacientes no deben recibir un trato singular, ni para bien ni para mal. Habrá que reservar zonas para ellos, para evitar contagios, pero ni constituyen unos parias sociales ni pueden tener una situación de privilegio frente a otros enfermos que también requieren auxilios especiales.
Aunque resulte incómodo, no tenemos un criterio único que nos permita decidir sin duda alguna a quién asignamos la última cama. Estas cuestiones no se resuelven con algoritmos ni con criterios puramente técnicos. Nadie puede reemplazar la labor del equipo médico que deberá decidir con prudencia cómo resolver caso a caso, porque aquí estamos tratando con personas y no solo con tendencias o estadísticas.
Así entonces, un virus microscópico que hace tambalear los sistemas de salud y pone en jaque la economía mundial nos sitúa ante preguntas que la tecnología y la ciencia no pueden responder. En efecto, ni un infectólogo ni un economista nos pueden decir cuánto debe durar una cuarentena. Ellos nos indican qué sucederá con la enfermedad si la gente circula libremente por las calles, o cómo repercutirá en el empleo la reclusión de millones de chilenos. Pero sus juicios tienen un carácter hipotético y no pueden constituir un criterio último de acción. Llega un momento en que debe intervenir la política y tomar decisiones que vayan más allá de esas lógicas inconmensurables.
La cuestión, además, no se limita a determinar a quién entregamos el último ventilador mecánico. También es relevante qué sucede con quienes no lo reciben. ¿Los estamos matando? La misma pregunta vale para los que realizan gestos como el de Santibáñez o el de Suzanne Hoylaerts, una mujer belga de 90 años que cedió su respirador a un paciente más joven y murió por efectos del coronavirus. ¿Fue el suyo un acto suicida? Hace unos días se ha publicado la versión electrónica de “Sobre la buena muerte”, un libro escrito por el filósofo alemán Robert Spaemann y dos médicos, en el que se muestra la importante diferencia que existe entre “matar” y “dejar morir”. Quien, por el motivo que sea, pone una inyección letal a un paciente, está cometiendo un homicidio, lo mata. En cambio, los que renuncian a un medio extraordinario para prolongar su vida o la de un paciente no están matando a nadie, simplemente reconocen nuestra condición limitada, aceptan que muera. Aquí, la causa de la muerte no será la conducta de Santibáñez o del médico que no coloca un respirador artificial, sino la acción letal del virus sobre los pulmones.
Con todo, habrá que proporcionar los necesarios cuidados paliativos a esas personas que, a pesar de todos los esfuerzos, no reciben el respirador. Esto no solo se incluye el uso de analgésicos o medidas semejantes. También es importante darles la posibilidad de despedirse de sus familias, aunque exija tomar medidas especiales y suponga asumir ciertos riesgos. Por eso, no me parece razonable el criterio adoptado en diversos países que prohíben que incluso el cónyuge o los hijos puedan asistir al funeral. No puede ser que el terror a la muerte sea tan grande que nos impida atender a algo aún más importante: cómo se muere.