Este libro de Cristóbal Joannon se pasea por una secuencia de historias y especulaciones, las cuales mantienen una ilación aparentemente azarosa, una curiosa divagación, un tanteo simpático y cercano, un callejeo por distintos temas y momentos vitales, sin ceñirse a una estructura conocida, sin cerrar alguna cuestión, con una coherencia secreta difícil de definir pero que emana, de algún modo, de su experiencia y es fiel a ella. Una escritura con estos rasgos, como él mismo lo señala en el agudo capítulo inicial, no es, sin embargo, un producto ingenuo, sino una artificial y deliberada ingenuidad o llaneza; sobre todo, viniendo de un autor con la conciencia y acervo de lecturas de Joannon, autor de un par de buenos libros de poesía y de importantes traducciones.
Joannon logra en gran medida esa ilusión de un texto como una suerte de fluido ligero que brota espontáneamente de los dedos, en el cual las referencias que señalan sus coordenadas culturales circulan sin ostentación ni pedantería, visitas queridas que pasan con contención y gracia, asomando solo el ápice de un saber fragmentario y personal y, aprovechando esta caminata suavemente estrafalaria y seria, consigue adentrarse y merodear por algunas de las antiguas encrucijadas o nudos de la condición humana y del hombre de letras.
El centro y fundamento de este libro es un narrador autobiográfico que se perfila a sí mismo con una honestidad sin aspavientos, un sujeto frágil, situado en un eje inestable y tensionado entre la literatura y la filosofía, entre el hogar y la familia, de un lado, y la libertad y el estudio, del otro, entre la creación y la vida, recorriendo los tópicos con un sano escepticismo, con un humor levemente risueño y una ironía latente y permanente, en sordina, que atrapa en su acogedora pero filosa amabilidad.
Apoyado en la modestia de estas 120 páginas, el lector sorteará sin conmoción, oblicuamente, los escollos que, a menudo, tornan odioso, aburrido o inútil los tan frecuentes ejercicios autobiográficos. Sin ser memorias, Joannon se las arregla para hablar de sí mismo excéntricamente, para practicar un egotismo que lo va conduciendo fuera de sí mismo, hacia sus amores y pasiones: algunos amigos (el homenaje a Guillermo Hidalgo, una “vida breve” dentro la obra), los libros y las bibliotecas, Aristófanes, las mujeres, los lugares soñados para pensar, leer y crear (es muy bello el capítulo sobre la casa ideal), el arte de callejear.
Por su forma y contenido, sirve también de homenaje al género del ensayo, al cual este libro se adscribe, una forma literaria generosa, flexible, juguetona, que concede licencia para introducir en un texto la amplia gama de materiales que aquí se exhiben (se incluyen también algunos divertidos dibujos), pero que es exigente en cuanto a la calidad de la escritura. Un ensayo es ensayo en la medida que logra sacar un brillo inesperado al idioma que cause placer al oído y al pensamiento en una simbiosis que no reclama ninguna otra forma literaria.
La virtud de la prosa de Joannon, la cual tiene nexos patentes con su poetizar, ama esconderse. Es serena, pausada, soleada, aguda y punzante, sin llegar al sarcasmo, porque el sarcasmo es siempre algo obvio y grosero. Un señor jubilado que ha adoptado la decisión de escribir sus memorias —podría ser un viejo y latoso abogado— es el blanco de sus lancetas de terciopelo, pero, a la vez, es el espejo que sirve de preámbulo a su propio ejercicio de rememoración y, entonces, los alfileres tienen filos para ambos lados.
Sobre mi cadáver es un texto trabajado con esmero. En ocasiones el narrador detiene el relato e informa al lector que ha leído los párrafos anteriores o informa en una versión anterior del escrito, ya revisada y abandonada. Podríamos no creerle. El escritor es también el primer lector –y crítico- de su texto. Joannon sabe jalonar, sin que se perciban demasiado las costuras, los trucos retóricos que le permiten ir ganándose el asenso y la simpatía del lector, haciéndolo cómplice de su búsqueda, que siempre se torna escurridiza, invocándolo, cediéndole la palabra, emborrachándole la perdiz para disfrazar de azar una cuidadosa divagación, una defensa ante una acusación nebulosamente formulada por él mismo.
Su especulación sobre las paradojas del crimen perfecto, cuya perfección nunca es total desde el momento que sabemos de su existencia (o, como indicaba el filósofo Humberto Giannini, no permite jactarse de él), parece trasladarse a la bondad de esta prosa: se encuentra tan bien oculta que bien podría pasar desapercibida y hace arduo cualquier esfuerzo de escudriñarla y echarla a luz y acaso el mensaje sea ese: el arte de escribir bien radica en la leve, inusual e invisible artimaña que permite esconder el cadáver.