2020 será recordado como el año de las tres crisis. En primer lugar, la sanitaria. Luego, la económica, que ya percibimos, porque tener a la gente en cuarentena y bloquear las fronteras pueden ser necesarios pero no gratis. En efecto, muchas empresas están en problemas para mantenerse activas y dar empleo; la merma de la actividad económica afectará la recaudación tributaria; el precio del cobre ha bajado considerablemente, y arrastramos grandes pérdidas por los acontecimientos de octubre. A pesar de lo que piensan algunos alcaldes y el Colegio Médico, está claro que el virus no es el único mal que nos amenaza.
Las dificultades económicas traerán serias consecuencias políticas. Esta sería la tercera crisis. Las marchas que hemos visto en los meses pasados estaban compuestas, en su gran mayoría, por ciudadanos que tenían sus refrigeradores bien provistos. Sin embargo, si para protegernos de la pandemia dejamos a la gente largo tiempo sin trabajo, lo que tendremos serán marchas muy diferentes. En ellas, las personas no expresarán simplemente su malestar; no pedirán cambios en el “modelo”, nueva Constitución o el fin de los esquemas patriarcales. Exigirán comida. Serán marchas de desesperados, lo que constituirá un problema político de primera magnitud.
Si la crisis económica se agudiza, muchas personas tendrán buenas razones para protestar, pero actuarán afectadas por una fantasía. Como en estos meses anteriores las han convencido de que si uno quiere conseguir algo debe marchar o incluso destruir, creerán que esa fórmula seguirá vigente. Pero ninguna marcha ni barricada puede hacer subir el precio del cobre, reanimar la actividad económica o resucitar una empresa que ha quebrado.
Ahora bien, el hecho de saber que no enfrentamos uno, sino varios peligros, nos puede ayudar a serenarnos y desechar visiones unilaterales. Es un error contraponer la salud —o la vida— a la fría e impersonal economía. Ese razonamiento es tramposo: cuando la “economía” significa que muchas personas no tendrán nada que echarle a la olla, entonces eso que despectivamente algunos llaman “economía” no será tal, sino que se transformará en un sinónimo de “vida”, la condición básica para que exista la política.
De ahí la preocupación del Gobierno por atender tanto al frente sanitario como al económico. Hasta ahora, se ha manejado con extremada cautela, y ha procurado tener presente ambos peligros, pero las presiones para tomar medidas extremas son infinitas y necesitará gran fortaleza para resistirlas.
Como si lo anterior no fuese suficiente, los chilenos llevamos meses de encono y división. Esto hace difícil que los diversos sectores políticos miren en primer lugar el bien del país y puedan entenderse, menos aún con la sucesión de elecciones que se nos viene encima. La tentación para la oposición democrática es grande: pedir hoy mano dura con las medidas sanitarias; dejar que el Gobierno cargue con los muertos de la pandemia (siempre se podrá decir que hizo poco) y con los desempleados que vienen, y luego llevar el agua al molino particular. En suma, pensar que este es un “problema del Gobierno” y no del país.
Dicho con otras palabras, la oposición corre el riesgo de ver, como lo hace, la crisis sanitaria y reconocer también la de carácter económico, pero no darse cuenta de que —si las otras dos no se enfrentan bien— la consiguiente crisis política nos afectará a todos y no solo al Presidente Piñera.
El buen manejo de las pandemias sanitaria y económica requiere una actitud de la oposición democrática muy distinta de la que hemos visto en este tiempo. Lamentablemente, en estos días hemos observado en ella un comportamiento semejante al de los meses anteriores. Mientras una oposición no democrática o poco democrática alentaba o justificaba la violencia, los sectores moderados callaban y se dejaban arrebatar el protagonismo. No lograban constituirse en un interlocutor válido del Gobierno para enfrentar la violencia y, en el fondo, atender al bien del país.
Ahora sucede casi lo mismo. Salvo algunos columnistas que provienen de la antigua Concertación, no se observa en los políticos opositores una visión amplia que reconozca la complejidad del grave problema que enfrentamos. No se escucha una voz serena que permita poner en su lugar las propuestas disparatadas o parciales, que haga entender que la palabra última en esta cuestión no la tiene el Colegio Médico chileno o los temores de un alcalde, sino esa actividad que permite sopesar las diversas visiones en juego: la política.
Algunos todavía creen que aquí están en juego la estabilidad del gobierno de Sebastián Piñera; la posibilidad de mejorar en las encuestas; o la esperanza de aglutinar las propias fuerzas y asegurar su futuro partidista. Pero si no se toman en conjunto las precauciones para enfrentar la tormenta que viene, si el Gobierno no recibe de los opositores moderados el apoyo que el bien de Chile demanda, no quedará ni siquiera un sillón presidencial viejo sobre el cual alguien pueda sentarse.