Un primer plano del ojo de Goreng (Iván Massagué), que pestañea húmedo y recién se abre, está en el comienzo de “El hoyo” y lo que viene a continuación es una explicación, tanto para Goreng, como para los espectadores: ¿qué diantres es ese lugar?
El lugar es una celda amplia para dos personas, el número 48 está grabado en la pared y en el centro, un espacio rectangular por donde apenas cabe una plataforma que desciende con lentitud y sube velozmente.
Trimagasi (Zorion Eguileor) se llama el hombre que acompaña a Goreng y los nombres asignados son extraños y de origen desconocido, acaso creaciones árabes o indonesias, quizás africanas, como Imoguiri, Baharat o Miharu.
Trimagasi es viejo y está enamorado de una palabra, de “obvio”, y eso es justamente lo que le trata de explicar a Goreng: están en el nivel 48 del edificio, digamos clase media, donde las plantas hacia arriba son contables y hacia abajo no se sabe. Se alimentan una vez al día con manjares copiosos y exquisitas viandas que se preparan y sirven en la planta 0, y de ahí la plataforma, con la forma de una mesa, desciende, no está más de dos minutos por celda y continúa bajando hacia el fondo, mientras la comida se consume, escasea y acaba, para que los dos encarcelados por piso, si están en lo de arriba, se hinchen a beber y comer, pero si les toca la mala fortuna de abajo, en esa situación, todo es posible: incluso se podrían comer entre sí.
Es un futuro imaginado y sin demasiadas explicaciones de cómo se llega y cómo se sale, y basta saber que después de un mes en una planta, de nuevo se abrirá el ojo de Goreng en primer plano, y la diferencia es que él y los espectadores ya entendieron la lógica y se asume la duda y suspenso: ¿despertará en la planta 6 o en la 202, por decir? ¿Arriba o abajo? Y despierta varias veces. Obvio.
Así avanza la historia, con velocidad de crucero y dentro de un presidio que es del futuro, porque no tiene nombre de cárcel: CVA (Centro Vertical Autogestionado).
“El hoyo” no es una utopía, sino lo contrario: una distopía, un futuro siniestro y oscuro, con bajos costos, diseño de producción muy meritorio y guion ocurrente, sin duda, para unos personajes de nombres extraños que malviven dentro de una estructura rara y rebuscada.
La película, con ese material, monta una alegoría gruesa sobre la condición humana y sus instintos rastreros, donde también aparece la educación en sociedad y la relación con los alimentos y naturaleza, y no faltan los apuntes breves sobre sexo, cultura y religión.
Se diría, entonces, que son como muchos los significados y demasiadas las señales, porque “El hoyo” está en la categoría de las películas que son menos de lo que dejan ver.
No se le puede discutir diseño, ingenio y aire de película juvenil con ketchup, misterio y mensaje, pero tanta papelería y palabrería mejor se conjugan con la palabra adorada por Trimagasi: obvio.
Y habría que agregar: es la vieja ley del gallinero.
España, 2019. Director: Galder Gaztelu-Urrutia. Con: Iván Massagué, Zorion Eguileor, Antonia San Juan. 94 minutos. En Netflix.