En pocos días, el tema y el tono de la política han sufrido un vuelco significativo: Del lenguaje confrontacional y la descalificación pasamos al discurso de la solidaridad y de la unidad; del reclamo de derechos a los deberes y a la compasión; de la consigna de luchar hasta derrotar al otro al cuidado del prójimo; de las soluciones mágicas y radicales a hacernos preguntas complejas, como cuántos sacrificios estamos dispuestos a hacer para salvar vidas; de la demanda por participación al requerimiento de liderazgo.
La cuarentena abre un tiempo propicio para que, al margen de la atención que merece el coronavirus, examinemos qué nos pasó entre octubre y esta pausa. Recordemos los hechos básicos: La violencia inicial destruyó estaciones y carros del más igualitario y apreciado de los servicios públicos de Santiago. Más que producir rechazo, el hecho abrió una compuerta a múltiples manifestaciones, mostrando la acumulación de frustraciones de demandas intensas que las instituciones, altamente desprestigiadas, no supieron procesar. En un clima de recriminaciones, no exento de violencia, se verificó, a lo largo del país, la manifestación más masiva de nuestra historia. No es fácil reconocer lo que motivó a tanta gente a salir a la calle. Ninguna corriente o político pudo liderarlas. Me parece había en ellas una demanda por mayor consideración hacia quienes no pertenecían a los grupos dirigentes y un reclamo de mayor igualdad y justicia social. De todas las consignas, la de la dignidad pareció ser la más convocante.
Las siguientes manifestaciones, cada vez más violentas, lograron cambiar las rutinas laborales de la mayoría, pero nunca plegar a paro a un sector relevante de la economía. La adhesión activa a ellas decreció a gran velocidad, paralelo a la radicalización de los manifestantes y sus voceros. Estos, percibiendo su poder de facto, llegaron a plantear el derrocamiento del Gobierno y algunos hasta la disolución del Estado. La convocante consigna de la dignidad fue sustituida por la odiosa y cruel de matar a un paco. La protesta terminó por convocar a muy pocos.
En cosa de días, la demanda por una nueva Constitución, hasta entonces una de las últimas prioridades de la mayoría, escaló vertiginosamente entre las preferencias públicas. La ciudadanía pareció buscar una respuesta única y englobante para un malestar intenso pero difuso. Probablemente, la focalizó en el cambio constitucional por percibir que, en la raíz del problema, hay una desigual distribución del poder, un quehacer político insatisfactorio y un Estado débil. De la distribución del poder, la política y el Estado trata una Constitución. Las urnas y la ulterior deliberación de un órgano nuevo, no contaminado del desprestigio político, permiten canalizar —no solucionar— una crisis que no es de remedio único ni fácil.
Mi hipótesis es que las marchas masivas generaron en los ciudadanos de a pie, frustrados de la actividad política, una fuerte esperanza en sí mismos; esperanza que, la violencia y el discurso radical de quienes seguían convocándolas, terminaron por dejar sin cauce.
Estos meses de pandemia nos brindan una oportunidad para tomar distancia, reflexionar, aprender y cambiar. Sería lamentable olvidar lo ocurrido, como si hubiera sido un sueño o un carnaval. Las causas están vivas y volverán a expresarse, transformadas de un modo difícil de imaginar.
Los desafíos son muchos: Las instituciones representativas no han sabido canalizar ese anhelo de igual dignidad. La educación, la previsión y la salud demandan encontrar políticas de Estado que generen consensos; lo que exige un debate a fondo y honesto, sin consignas, fórmulas mágicas o descalificaciones. Mantener el orden público con pleno respeto a los derechos humanos ante grupos muy violentos requerirá de reformas en las reglas, prácticas y cultura de Carabineros.
A mi juicio, sin embargo, la pregunta más compleja y relevante es por las causas y remedios de una actitud complaciente o legitimadora de la violencia, de la fuerza y de la descalificación como formas de resolver las diferencias políticas, la que llegó a tener manifestaciones de amplia aceptación. Cuando la llamada primera línea tenía como consigna matar un paco y cuando sus actos tenían por objeto llevarlo a cabo, Kramer, el senador Navarro y varios en el PC, los ensalzaron como héroes dignos de homenaje. En la Quinta Vergara, la masa los vitoreó. ¿Desde cuándo el mensaje de matar y los actos destinados a ejecutarlos merecen elogio masivo en Chile? ¿De verdad, muchos sienten que las condiciones de injusticia o de abuso son tales que hay que matar para cambiarlas, o se trata solo de algo más liviano y pasajero? ¿Por qué el asesinato y la crueldad pueden concebirse como métodos dignos de alabanza? ¿En verdad queremos sustituir la confrontación política por la lucha callejera hasta matar o morir? La pandemia abre una oportunidad para mirarnos en el espejo de ese pasado reciente.