Esta semana el Senado comenzó a discutir un proyecto de pensiones muy diferente al que ingresó el Gobierno a la Cámara de Diputados en noviembre de 2018. El realismo político y la restricción presupuestaria obligaron al Ejecutivo a cambiar significativamente el proyecto original.
Entre los aspectos más emblemáticos de esta iniciativa destacan el aumento de 6% en las cotizaciones; la entrega de su administración a una agencia pública, y el destinar 3 de los 6 puntos a solidaridad (reparto). Esto último permite una mejora inmediata de las pensiones contributivas de las capas medias y, relativamente más, las de las mujeres.
Lo que hay sobre la mesa destina más recursos a reparto que el proyecto del gobierno anterior, no obstante, aún no logra reunir un apoyo suficiente. ¿Qué falta?
Hay tres temas que requieren perfeccionamientos y otros tres que reflejan ilusiones a las que no hay que sucumbir.
Sin duda, es imprescindible fortalecer la capacidad institucional del ente público administrador. Hasta ahora se mantiene entre Tongoy y Los Vilos. Es fundamental que tenga mayor autonomía del poder político de turno; mayor capacidad de administración y gestión; y mejores mecanismos para asegurar transparencia y rendición de cuentas. Es hora de reflotar varias de las ideas del llamado Consejo de Ahorro Colectivo que envió la Presidenta Bachelet al Congreso (más que cambiar su nombre a “Agencia”).
El Congreso también debe modificar la estructura de beneficios del componente de reparto. Hoy es más parecido a un “bono marzo” que a los beneficios de un sistema contributivo. Es injusto y distorsiona su objetivo si se entrega el mismo beneficio a una persona que cotizó 30 años y a otra que cotizó solo 10 años. No se trata de exigir más recursos, sino que se distribuyan apropiadamente.
El proyecto, correctamente, intenta avanzar hacia que las AFP cobren tarifas más parecidas a las de un equilibrio competitivo. Sin embargo, equivoca los instrumentos (excepto por la reducción del encaje). La entrada de actores, como las cajas de compensación, tiene riesgos importantes y escaso efecto. Lo mismo sucede con la subcontratación de intermediarios financieros. Es difícil garantizar que no se licúen los ahorros a través de ventas atadas.
En la discusión se ha propuesto, como sustituto, un royalty (un impuesto especial a las utilidades) y, alternativamente, un techo a la rentabilidad del capital. Si lo que se busca es que las AFP sean más baratas y competitivas, ninguna de estas soluciones es buena. Sería mejor tener licitaciones de cartera de afiliados antiguos y, eventualmente, limitar los gastos de venta. Si esto no fuese suficiente y se buscara una intervención drástica, entonces cabría evaluar un techo de precios (más que propuestas que solo inducirán a una contabilidad creativa).
Entre las ideas que circulan que no conviene adoptar está, primero, la quimera de “acortar” las tablas de vida. Trampear con ellas es emitir deuda pública sin anotarla; en otras palabras, es populismo en su máxima expresión. Lo habitual en los países es contemplar la posibilidad (no la expectativa) de que vivamos más que 110 años.
Segundo, tampoco se debería incorporar la posibilidad de que las personas puedan mover sus recursos (el 13%) entre su AFP y el ente público. Se perdería todo el valor de tener una administración distinta, esto es, menos preocupada del corto plazo, sin gastos de venta y que le facilite la vida al afiliado (como sucede en la gran mayoría de los países desarrollados). Si se considera la posibilidad de elección, entonces se debería crear, además, una AFP estatal que compita bajo las mismas reglas.
Finalmente está el tema de la solidaridad. Hay quienes querrían gastar más en transferencias intergeneracionales para mejorar las pensiones de hoy. La dura realidad es que, para que el sistema sea sostenible, no es mucho más lo que se puede gastar en las generaciones ya retiradas y en las próximas al retiro. Gastar más significaría que los jóvenes que se retiren en el futuro tendrán beneficios menores a los actuales.
Distinto es el caso de la solidaridad intrageneracional, en la que personas de mayor salario subsidian a las de menor salario de su misma generación. De hecho, se podría disminuir lo que se destina a las cuentas individuales (cuyos beneficios dependen del monto contribuido y es heredable) y aumentar lo que va a la cuenta colectiva, en la medida que ello se ahorre. Este ahorro se podrá distribuir al retiro según años cotizados u otros criterios, para lo que se necesita un sistema de puntos o uno de cuentas nocionales. Cabe considerar que, según las encuestas, las personas querrían que una parte del 6% vaya a una cuenta individual.
La discusión política tendrá que saldar estas disyuntivas. Lo importante es que se haga con prontitud y responsabilidad. Las encuestas han dejado en claro que avanzar en pensiones es una demanda prioritaria.
Rodrigo Valdés