Ojalá que, con el auge de excelentes bistrós que está ocurriendo en esta región, las viejas picás mantuvieran su identidad, dignidad y calidad. Pero no siempre la realidad está a la altura de nuestras expectativas.
Fuimos a La Picá de Octavio, en la Laguna de Zapallar, viejo lugar, de viejos y buenos recuerdos de cuando en este pueblo era casi lo único que había para salir a comer. Como han soplado vientos de progreso por estas partes, Octavio decidió modernizarse y estetizarse, lo que le hizo perder el encanto de lo auténtico y espontáneo. Habría sido mejor que el remozamiento se hubiera concentrado en la cocina.
Pero no ha sido el caso. El servicio no puede ser más lento y descuidado: pedimos servilletas de género para los dos comensales, pero decidieron que con una bastaba. Pedimos azúcar para el pastel de choclo a un personaje que circulaba sin meta alguna entre las mesas, y terminó trayéndola otro que estaba por ahí parado, sin hacer nada.
Queda todavía la tradición de la enormidad de los platos, típica de Octavio, evidenciada en la empanada de queso con camarones (algunos), inmensa, pero que rezumaba aceite de fritura ($2.500). Fatal descuido. Con haberla puesto un par de minutos (total, dos más de la larga espera no hubieran importado) sobre papel absorbente y el condumio hubiera estado muy bueno, porque la masa estaba bien. Pero no. En cambio, haciendo contraste con la enormidad de la empanada, la infinitesimalidad del tamaño de los ostiones de nuestro plato al pilpil ($9.500) fue impresionante: aparte de que el plato no fue “al pilpil”, en su sentido original, sino uno de ostiones al ajillo, lo que nos llegó no fue tampoco el plato de mariscos al ajillo, que se compone de aceite, con ajo y ají cacho de cabra (que reemplaza entre nosotros a la guindilla española) y los mariscos friéndose allí. No, señor: se nos presentó un caldito (sabroso, eso sí) en que nadaban al garete unos ostioncitos infantes, apenas un poco más grandes que un botón de camisa.
El pastel de choclo ($7.000) estuvo como debe ser. Constatándolo, se nos subió un poco el ánimo: lebrillo de buen tamaño, choclo bien molido (casi no se advertía el hollejo, cosa que se acerca al desiderátum), pino de carne bien aliñado (aceituna, pasas) y la canónica presa de pollo. Pero nos precipitamos de nuevo al nadir culinario con el costillar de chancho a las brasas con puré picante ($8.000): la enorme porción de costillar —bien aliñado a la chilena— venía crudona en su mayor parte, y el puré (una porción descomunal sobre la que descansaba lánguidamente el chancho) no tenía esas virtudes propias del puré popular, bien liso y mantequilloso. Hubiéramos mandado asarlo más y hubiéramos echado raíces.
La leche asada fue el último consuelo. Pero no nos secó las lágrimas.
Por favor, recuperen su encomiable pasado…
Carlos León Briceño 698, Laguna de Zapallar. 997806496.