Oh, qué comida más rica. Y bonita también. A diferencia de esos chefs que conciben los platos para Instagram, pero no para el estómago, en este debutante restaurante de calle Carmencita se une estética y sabor. Abierto hace poco, su cocina es realmente una alucinación. Servida en un ambiente modernillo y con un déjà vu ochentero barcelonés (o de serie de ciencia ficción británica de los setenta), el Olam —no confundir con el peruano Olán— ha sobrevivido a su parto en una época compleja. Y aunque hay detalles a corregir, y no hay mucho personal como para un día con full público (están advertidos), lo que se come es tan bueno que el resto se deja en pausa. Si se considera, además, que tienen una coctelería a precio muy razonable (rondan los $3.000) y una carta de vinos con poco castigo en sus valores, el panorama mejora aún más.
Acompañados de agua sin gas (Acqua Panna, siempre bien fría y sin hielo que le cambie de sabor) y una copa de sauvignon gris (a $3.000, otro buen síntoma), en mesas blancas y con servilletas de tela, se comenzó con los platos, que son de formato medio. Por lo mismo, se sugiere pedir y compartir, como fue este el caso. El puntapié inicial fue una fuente con vongoles ($6.000), esas almejas enanas, bañados con una salsa de cilantro y jalapeño (lo justito de picoso). Una magnífica cochinada, para la que no ofrecieron un aguamanil para después (ese fue uno de los dos minierrores). Luego llegó un cangrejo de caparazón blanda (hay, o hubo solo antes en el Karai del Hotel W), que se come con su… caparazón blanda (a $5.500), frito en tempura en este caso, servido sobre una mayonesa enchulada y una mancha de intenso bisque (ese caldo que parece mar concentrado). Fino, crujiente, distinto.
¿Cómo se pueden hacer cuatro dumplings de loco ($7.500), con una pizca de ají verde y unas florcitas (bueno, ya), rodeados de un caldo alimonado y que, al morder uno, enterito, resulte ser una experiencia gloriosa en la boca? Por suerte son dos para cada uno. Lo mismo que los katsusando ($7.500), unos sanguchitos japoneses de lomo, los que —nuevamente— son ricos y bonitos. Nada que hacer. Y para el vegetariano que nunca falta, la gloria: una buena porción de cabeza de coliflor ($8.500), hecha al carbón (ahí dice, y parece), con leche de coco y curry. Si es de los que cree que quedará con hambre, porque tampoco son megaplatos, pida este en su selección.
Para terminar, dos postres (imposible privarse). Una tarta de queso con frambuesa ($4.000), con una espumita que no aportaba mucho en sabor, hay que decirlo. Y lo mejor, como final: una nube de yogur sólido ($4.000), como sacado de película de Miyazaki, con un mix de chutney y semillas por abajito, nadando en un caldo de lychee. El café, poco intenso (ese fue el segundo pero), pero eso se corrige. El resto, lejos lo más importante, ya está: aunque los platos son lindos, uno cierra los ojos con algunos de ellos.
Carmencita 45, Las Condes. 988505660.