A fines de 2017, la palabra “Chilezuela” resumió la desconfianza de algunos hacia un nuevo gobierno de centro izquierda. Pese a convertirse en una exitosa arma de campaña política, resultaba un concepto, a todas luces, exagerado.
Al advertir lo que está pasando en Chile por estos días, una referencia a Colombia, en cambio, no parece tan desmedida.
Es cierto que este país está en una etapa de desarrollo algo menos avanzada que el nuestro y que su ingreso por persona, en poder de compra comparable, es 40% menor (en otras palabras, su ingreso actual es el que teníamos en 1997). Incluso, su distribución del ingreso es peor que la nuestra. No es por el clima que ha existido una importante inmigración de colombianos a Chile en los últimos 5 años.
Sin embargo, hay tres ingredientes en la historia de este país que nos conviene tener en cuenta en nuestra coyuntura: la violencia, el proceso constituyente y la situación fiscal. Hay riesgos de que sigamos derroteros parecidos en estos ámbitos si no actuamos a tiempo.
El primer aspecto es la propagación y acostumbramiento a la violencia como método de acción política.
La historia de Colombia es extrema y tiene diferencias importantes con la nuestra. En 1948, con el asesinato de Jorge Gaitán, se inició una cuasi guerra civil que duraría décadas. La aparición de distintos grupos guerrilleros mantuvo zonas del país fuera del control estatal y, luego, los paramilitares también tomaron las armas. El narcotráfico sólo empeoró la situación, corrompiendo todo lo que estuviera a su alcance.
Guardando las distancias, en Chile hay un grupo de jóvenes (y otros no tanto) que se están acostumbrando a la violencia y, peor aun, ésta se ha ido transformando en una finalidad que le da sentido a sus vidas. Frente a ellos, las fuerzas de orden han exhibido una represión inefectiva, muchas veces excesiva, sumando numerosos casos de violaciones de DD.HH. Sería muy grave que la mezcla de narcos, barras bravas e ideologías ultra se armara en serio o que emergieran líderes que los organizaran como una pequeña milicia.
En relación a la violencia, no estamos ni cerca de lo que sufrió Colombia pero hay que trabajar bastante para eliminar el riesgo de que nos podamos parecer. No es fácil dar con la fórmula.
El segundo ingrediente es el proceso constituyente de 1991. Este es una rica fuente de experiencia y lecciones. Tuvo éxitos importantes, como incorporar el movimiento guerrillero M19 a la vida política y satisfacer una fuerte demanda por justicia y participación, entre otros logros.
Pero ese proceso, por amplio que fuera, no logró solucionar algunos problemas graves.
Las FARC y el ELN no participaron del proceso y continuaron su violenta insurgencia guerrillera en los años posteriores. Sólo el proceso de paz que impulsó el Presidente Santos logró que abandonaran las armas (aunque, al parecer, no por completo). Dicha experiencia nos enseña que es posible que el proceso constituyente no sea suficiente para terminar con la violencia.
Por otro lado, la Constitución colombiana produjo inconvenientes, no premeditados, que debemos evitar.
Al incluir una extensa lista de derechos sociales garantizados que, además, serían tutelados por la justicia, se judicializó la política pública y se perdió control sobre el gasto fiscal. Existen muchas dudas respecto de si este es un mecanismo adecuado: ¿es rol de un juez establecer qué es una vivienda digna? No parece muy democrático que sean los jueces quienes decidan cómo se hacen las políticas públicas. Es preferible que la futura Constitución permita que se manifieste la voluntad de las mayorías.
El tercer aspecto es la situación fiscal colombiana. No llega a los niveles del trágico caso de Argentina, pero sí tiene tasas de interés mucho más altas que las nuestras y, cada cierto tiempo, enfrenta amenazas de perder el grado de inversión en su clasificación de riesgo.
En Colombia, el fisco gasta 2,7% del PIB en pagar intereses cada año. Nosotros, solo 0,4%. La diferencia es el doble del costo del pilar solidario. Las tasas de interés de los créditos hipotecarios están allá entre UF + 6,6% y 8,1%, mientras acá están entre 2,6% y 4,4%.
Desgraciadamente, la trayectoria fiscal que llevamos nos acercará a una situación de deuda parecida a la colombiana. En los últimos 5 años su deuda ha fluctuado en torno a 50% del PIB. Acá, el gobierno proyecta que llegue a menos de 40% del PIB en 2024, algo impensado hace 6 meses. Y además supone una trayectoria de contención de gasto que parece imposible.
Si no somos capaces de tener mayor recaudación, de gastar mejor y acordar que tener un nivel de deuda como Colombia no nos conviene, llegaremos allá. Hay que dejar de hablar de esfuerzo fiscal cuando se aumenta el gasto (como se hizo con pensiones). El esfuerzo es contener el déficit, incluso con impuestos, no imponerle esta tarea a las generaciones venideras.
Colombia ha enfrentado desafíos que nos deben servir de lección. Cómo dijo Bertrand Russell, ¿para qué repetir antiguos errores, habiendo tantos errores nuevos por cometer?
Rodrigo Valdés