El escritor argentino Fabián Casas escribió en su libro
Ensayos bonsái: “Si yo pudiera cambiar algo, comprar algo que me falta, compraría un buen estado de ánimo”. Pienso mucho en esa frase. Sobre todo en verano, cuando sobreviene la calma forzada y los días pasan como si se navegara en un barco viejo por un río amazónico: con una pesadez algodonosa en medio de una belleza exuberante pero muerta, una belleza sin el menor sentido.
Hay días en los que siento el peso nítido del presagio: sé que la calma —esa incierta forma de la felicidad— me será cobrada con alguna catástrofe sideral. Que todo el tiempo que paso comprando verduras en el barrio chino, y leyendo recetas, y averiguando cómo se cocina la quínoa, y amasando fideos con diversas proporciones de harina y huevo hasta lograr la textura justa, y haciendo masa madre, y arreglando las plantas del balcón, y ordenando placares y descartando ropa que no uso, y acomodando cajones y papeles, y preparando dulces, y leyendo hasta tarde, y corriendo, y mirando
The Crown, es un tiempo escandalosamente perdido, una actitud irresponsable de la cual una presencia oscura, pura perfidia, vendrá a vengarse pronto desde el reverso del mundo. Es una extraña felicidad infeliz. Como si la inminencia de la desgracia se hiciera presente, más que nunca, en estos días en los que la claridad del aire parece música.
Quizá tenga abstinencia de los días frenéticos, del estímulo, de la aceleración, de la exigencia, de los
mails acumulados, de las demandas urgentes, y necesite droga dura, adrenalina, esfuerzo, riesgo. Pero a veces pienso que estos días están hechos de una clase de belleza que soy incapaz de soportar. Que lo que en verdad me apena es verlos sucederse, hermosos y galantes, y hundirse en un río como gatitos incautos. Que vivo el verano en estado de congoja anticipada: sabiendo que va a terminar.
Lo único que alivia es escribir. Pero de qué escribe uno cuando no le sucede nada. Y no es que falten cosas. La huelga de Francia, el cambio de gobierno en la Argentina, la crisis social y política de Chile, la justicia de Brasil que primero prohibió una película de Netflix cuyo protagonista era un Cristo gay y luego levantó esa prohibición, el conflicto generado por los exduques de Sussex y su decisión de ponerse, con muchas comillas, a trabajar, la matanza de diez mil camellos en Australia porque consumen el agua necesaria para combatir incendios. Pero no tengo nada que decir acerca de todo eso.
Mis días transcurren en una laxitud lacerante en la que no me reconozco. Como si alguien hubiera cambiado los muebles de sitio en una habitación a oscuras y yo la recorriera a tientas, sin saber dónde están las cosas.
No sé cuándo los veranos se transformaron en esto. Antes me gustaban. Los jazmines, los nardos, el aire caliente, el alivio nocturno, los días largos. Ahora alterno entre la quietud y la desesperación.
El hombre con quien vivo mira estos vaivenes con sabiduría. Hoy en la mañana desperté otra vez con una piedra sobre el pecho. Las trompas de la muerte y la putrefacción cantaban sobre mí desde temprano. Entré a mi estudio. Prendí la computadora, empecé a garabatear algunas cosas. Un rato después escuché que él se levantaba y empezaba a hacerse el desayuno. Apareció en la puerta de mi estudio desgreñado, con una tostada en la mano. Le había puesto una absurda cantidad de queso y parecía muerto de hambre: comía con devoción. Me preguntó si estaba escribiendo, si había encontrado algo para decir. Le dije que en eso estaba, que no lo veía claro. Levantó un dedo y me dijo, sentencioso: “Yo tengo una idea”. Le dije: “¿Ah, sí?, ¿cuál?”. Me dijo: “Tenés que escribir sobre la demencia”. “¿Sobre la demencia?”, le pregunté, extrañada. Respondió: “Sí. Sobre la demencia de los escritores”. Y empezó a reírse a carcajadas. Entonces supe que todo iba a estar bien. Que él sabe qué hacer, y cuándo. Un héroe tranquilo que me salva la vida.