Abierto hace poco más de dos años, este restaurante japonés de Providencia ha adquirido la pátina del tiempo ya transcurrido, algo positivo para ese ethos oriental (léase “El elogio de la sombra” de Junichiro Tanizaki, aprovechando las vacaciones). Con una decoración informal y cariñosa, la atención también es así: pocos lugares en Santiago tienen un calce tan personalizado con quien lo comanda (¿esos personajes que están más en los pitutos o en las redes sociales que en su restaurante? Pfffff). En 47 Ronin está siempre Patricio (o Patricio-san, ya que estamos), atento a recomendar y/o explicar.
Convocados de manera irresistible por un anuncio en su Facebook —el fin de la veda y la llegada de erizo, o uni—, hubo que ir no más. Puro Pávlov.
De entrada hay que constatar algo que es muy escaso, considerando lo que se encuentra (o más bien que NO se encuentra) en esas las decenas de factorías de “sushi” de la capital: aquí ofrecen una orgullosa variedad de pescados en sus preparaciones. Y así es cómo su sashimi surtido (o mori, $13.500), en esta ocasión, llevaba palometa, corvina, bonito y vieja. Y su pulpo también. Igual variedad hay en su tabla de niguiris ($13.500), donde brillaban el color naranjo intenso del gunkan maki de ikura —esos minihuevitos que parecen radioactivos— y el con erizo, con sus lenguas —ahora legales— coronando ese aro de alga que envuelve al arroz en un bocado único. La gloria, que hay que terminar con el dulzón niguiri de anguila, unagi, que es casi como un minipostre.
Como la idea era trabajar duramente, se pidieron algunos platos nuevos. Y nuevamente se notó la diferencia. Los pinchos de pollo yakitori ($5.300) no estaban hechos con pechuga recocida y relajante en grado coma diabético, sino con carne de tuto y en el punto justo de cocción y salsa teriyaki. Y una guata de salmón —harasu ($4.500)—, que es considerada como la “entraña” del pescado, lo que no está lejos de ser una buena analogía, porque es más intensa de sabor, venía cocida y a temperatura ambiente, con su espolvoreo de sésamo. No hay que tenerle miedo, que no es un bistec de panita tampoco. Es fuerte y delicada.
Para rellenar un último huequito, una ración de berenjenas en pickle agridulce, agenasu ($3.000), y la convicción final de que se puede ser bueno y aun así mejorar. Con dedicación, sí.
José Manuel Infante 28, 2 2234 8875.