Se escucha a personas en distintos ámbitos cotidianos repetir la siguiente expresión: “¡Qué forma de faltar el respeto a la autoridad!”. Son adultos, probablemente formados en hogares, liceos y colegios donde se enseñaba guardar respeto a las autoridades: a los padres, profesores, carabineros, a las autoridades nacionales, etc.; también, como un deber a los símbolos patrios, lo mismo que cuidar la infraestructura educacional y del país.
En toda república son varios los factores que fundamentan la obediencia hacia la autoridad. En ella descansa la responsabilidad de establecer un orden sostenible. Toda comunidad requiere de orden y disciplina para convivir. Se les debe una consideración especial, por cuanto se entiende el valor social que representan. Hay tratadistas que lo han abordado y la historia explica su trascendencia. La autoridad, en cuanto legítima y en cuanto legal, es necesaria porque está al servicio de la nación, resguarda la libertad de los ciudadanos, tanto como el imperio de la ley, el desarrollo social y material de los habitantes, sobre todo para quienes más lo requieren. Esta concepción, por añadidura, puede aplicarse en general a autoridades de otros ámbitos.
Pero en las últimas décadas el concepto se ha diluido, particularmente en sectores juveniles y no tan jóvenes, porque lo vinculan a poder o mando y por consiguiente a restricción de la valorada autonomía, máxime asociándola —a veces con cierta intencionalidad— a autoritarismo, su degeneración. También influyen las nociones relativistas predominantes que acentúan la liberalidad, el individualismo, los derechos, muy por sobre los deberes y respeto a las normas establecidas. Entre jóvenes es frecuente notar un modo personal de interpretar los acontecimientos, las jerarquías, las reglas, etc., y consecuentemente la democracia, sistema de convivencia política que no habilita para hacer lo que se venga en gana.
Hay grupos que van más lejos. Conductas que hemos visto en el último tiempo, las “funas” y agresiones a profesores y colegios, a autoridades públicas, irreverencias hacia monumentos, símbolos patrios, edificios patrimoniales y profanaciones de templos. Todo evidencia una falta de cultura cívica total y existe una explicación: hogares vulnerables cuyos niños no tienen la formación necesaria y tampoco la reciben de colegios. Habrá que decirlo una vez más: el principal esfuerzo educativo de calidad debió partir por estos segmentos etarios hacia arriba.
Hay en curso una modificación curricular que no se sabe cuánto aporta al problema en cuestión, pero contempla para 3° y 4° medio poner en práctica este año una asignatura que apunta a comprender los alcances del sistema democrático, Educación Ciudadana. Puede ser relevante, siempre y cuando se realice bien, con docentes capacitados. Mas el enfoque del curso considera el respeto a los derechos humanos, el respeto por el otro y por el medio ambiente, sin contemplar desgraciadamente contenidos que hagan reflexionar detenidamente sobre la importancia del respeto a las autoridades republicanas, lo que parece absolutamente imprescindible.