Armando Uribe, hombre de letras, humanista, “chileno antiguo”, llevó a cabo finalmente el gesto para el cual venía ensayando las últimas décadas de su vida, quizás desde siempre: murió. Deja atrás una creciente familia, amigos, admiradores, una obra poética, ensayística, memorística, una recordada trayectoria como abogado, profesor de derecho minero, político y diplomático. Él, en un tono burlón y serio, alegaba que escribir versos en Chile —nunca estuvo seguro de ser poeta— era mal visto e introducía notas de desconfianza en la carrera burguesa de los honores.
A pesar de su escepticismo ante la poesía y su poesía, se aferró a ella para resistir su paso por esta época agónica.
Su inconformidad insobornable marcó su personalidad, su obra y su conversación con la vehemente certeza —muy ligada a su catolicismo— de estar viviendo los tiempos finales. Lo digno de ser poetizado debe estar, en consecuencia, siempre puesto en danza con la muerte, la que se verifica en su visión poética como el acabo de mundo, el acabo de Chile, y el acabo de los seres amados y de sí mismo. Esta conciencia acuciante de su finitud (mortalidad e imperfección) signan su poetizar con un tono apocalíptico o escatológico, elegíaco o nostálgico, de fervor religioso siempre perturbado por un solo incongruente erotismo, un humor acre que a menudo apuntaba hacia sí mismo o una sombra del nihilismo feroz.
Nos deja un gran señor de las letras, la poesía y del pueblo de Chile.