Que las redes sociales traen consigo cambios en los comportamientos es evidente, pero resulta interesante atender a sus consecuencias en la ética y la política, y cómo nuestra izquierda las ha resuelto.
Uno podría distinguir dos tipos de éticas: la de la culpa y aquella de la vergüenza. La primera pone énfasis en lo que hacemos y en nuestra reacción cuando obramos el mal. Más allá de que alguien pueda vernos, en tales casos sentimos remordimientos de conciencia, que nos pueden llevar a un cambio de actitudes. Por eso, figuras como el rey David pueden ser ejemplares, no obstante haber tenido algunos comportamientos malísimos.
Distinto es el caso de las éticas de la vergüenza. Ellas no enfatizan aquello que hacemos y el consiguiente dictamen de nuestra conciencia, sino el juicio que nuestro comportamiento merece de los demás. Aquí no basta con arrepentirse y cambiar, sino que en ciertos casos el único comportamiento digno es desaparecer del mapa. Un ejemplo es la práctica japonesa del harakiri, donde para enfrentar el oprobio social solo queda quitarse la vida.
No se trata, por cierto, de dos posibilidades absolutamente excluyentes. La primera de esas concepciones reconoce la importancia de la vergüenza, pero la sitúa en un lugar subordinado. Lo verdaderamente relevante es si actuamos bien o mal, aunque nadie nos aplauda o nos abuchee.
Una consecuencia del reinado de las redes sociales es el debilitamiento de la idea de culpa: hoy solo importa la opinión que se tenga de nosotros. Es la cultura del like, una de cuyas expresiones está dada por la llamada corrección política. En este ambiente, cuando se producen sentimientos de culpa no llevan a enmendarse, sino que simplemente paralizan.
En este nuevo escenario, la izquierda no democrática y también la poco democrática se sienten como en su casa. En efecto, los encapuchados digitales, el PC y parte del Frente Amplio han logrado situarse en una situación absolutamente privilegiada. Se han atribuido una infinita superioridad ética y, como consecuencia, la facultad de someter a juicio a los demás mortales.
Lo raro no es que alguien crea que está en un pedestal moral (aunque sea paradójico en el caso de los comunistas). Siempre ha habido personas que piensan que son Napoleón y mientras no cambiemos nuestras vidas para satisfacer sus caprichos resultan inofensivas. Lo extraño es que hayan tenido éxito, y que tanto en la izquierda democrática como en la derecha muchos actúen como si esos grupos fueran los árbitros de la historia.
Así, nuestros izquierdistas radicales se dedican a utilizar la vergüenza como arma política. Las primeras víctimas de estos jacobinos son los integrantes de la antigua Concertación. Es impresionante el efecto que han producido, porque en los últimos meses se han visto inmovilizados y solo hacen y dicen lo que permite esta nueva forma de censura. Después se extrañan al leer en la CEP que la confianza en los partidos esté en los suelos: uno no puede pretender que los demás crean en quien carece de ideas propias.
Según sus redes sociales y sus funas, nosotros habríamos estado engañados durante décadas, con un error culpable que no quiso advertir que nos hallábamos en el país más desigual, injusto y abusivo de Latinoamérica. El hecho de que hayan venido a vivir entre nosotros centenares de miles de extranjeros en los últimos años es irrelevante. Los hechos no existen para esa izquierda y, en todo caso, los inmigrantes serían víctimas del mismo engaño en que hemos estado sumidos nosotros, del que esa izquierda ha venido a liberarnos.
Con todo, en su búsqueda de gente a la que doblegar con el arma de la vergüenza también se dirigen contra la derecha. Parten por quitar legitimidad a la represión de la violencia privada, que es una de las razones básicas de existencia del Estado. Así lo expresó un mayor de Carabineros ante el alcalde Sharp, esta semana: “¿Cómo restablezco el orden público si no me dejan usar la fuerza que el Estado me entrega?”.
La vergüenza como arma política ha mostrado una eficacia incomparable. Esta manipulación emocional paraliza al adversario, o lo lleva a tomar medidas insignificantes antes actos tan graves como impedir a miles de chilenos rendir la PSU.
Todo se tergiversa o se reviste de apariencias inocentes. Así, estudiar en vez de apoyar un paro es falta de solidaridad. Si se castigan delitos, se está “criminalizando la protesta social”. El presidente de la Cámara llegó a afirmar que la práctica “el que baila, pasa” no sería más que “parte de la efervescencia” y no debería estar penada. Le pido a ese parlamentario que me pegue, me aplique una tortura leve (supuesto que exista) o me encarcele, pero que nunca me someta a ese ritual tan innoble.
Cuando reina la ética de la vergüenza ya no hay cosas objetivamente malas; todo depende del veredicto de sus redes sociales. A quien disiente solo le queda el harakiri. Con esto inmovilizan a parlamentarios, gobernantes, rectores, periodistas, dirigentes estudiantiles, padres de familia y a quien se ponga por delante. La culpa, sin embargo, no la tienen solo ellos, sino quienes se asustan y les hacen caso.