En la historia de la literatura es común que un autor se apropie de un subgénero literario; por ejemplo, la novela de aventuras o la novela policial, ajustándose a la reglas del género y restringiendo sus posibilidades formales, pero, a la vez, ensaya plantear una conflicto o un tema universal que excede las limitaciones de ese género, creando así una obra mixta. Cuando ese ejercicio es exitoso, como en algunas obras de Joseph Conrad, Leonardo Sciascia o Friedrich Durrenmatt, el lector se desliza por los artilugios ya mil veces probados del género y, a la vez, va siendo rodeado por los dilemas que subrepticiamente el autor trama y, al final, en el clímax de la acción, es enfrentado a adoptar decisiones que tocan dimensiones fundamentales acerca del hombre y de sí mismo. Ian McEwan ha escrito novelas estupendas empleando esta estrategia, envolviendo al lector en los guiños y trampas del género, subvirtiéndolas a veces y planteados dilemas morales pertinentes e interpelantes.
En
Máquinas como yo lo intenta de nuevo con la ciencia ficción, intento que juzgado desde la perspectiva de su trayectoria y de la búsqueda literaria que se advierte detrás del libro, resulta una obra débil, con promesas que al momento de su cumplimiento, después de un desarrollo que se alarga demasiado, decepcionan.
El narrador es un joven inglés llamado Charlie que, un poco ya pasado la treintena, permanece en un estado de inmadurez, de semiadolescencia, no ha concluido sus estudios universitarios ni se ha comprometido sentimentalmente y se sostiene económicamente especulando con la compra y venta de activos, desde su departamento a través de internet. El protagonista vive en Londres a fines de los años 70 del siglo pasado, pero ese pasado es ficcionado ligeramente por McEwan, de modo que en él Margaret Thatcher es derrotada en la Guerra de las Malvinas, Ian Turing no se suicida sino que vive para desarrollar grandes avances en la robótica y la inteligencia artificial y su genio permite anticipar desarrollos tecnológicos que en el pasado real surgirán más tarde o todavía no surgen. La tecnología más sorprendente es, sin duda, la fabricación de seres humanos —llamados Adán y Eva, según su género—, cuyo aspecto físico y su manera de comportarse es altamente equivalente a la de un hombre o una mujer de verdad. Charlie, gracias a una herencia de su madre, compra un Adán a un alto precio, porque en esta fase su producción no es masiva, sino un lujo para millonarios. La novela cuenta el despliegue y tortuosidades de la convivencia entre Charlie, Adán, y la pareja de Charlie, Miranda, trío al cual se añade posteriormente Mark, un niño abandonado que Charlie y Miranda quieren adoptar. El mérito mayor de esta novela —no suficiente— es este tiempo extraño que formula McEwan, una mezcla perturbadora entre el pasado histórico, un pasado ficcionado, componentes de nuestro presente (el futuro para ese pasado) y elementos de un futuro posible, pero distante para un lector de hoy. Ese cóctel de temporalidades genera una atracción al menos inicial.
La trama, sin embargo, no resulta novedosa, ya que la figura del robot humanoide y su confrontación con el humano es de tal manera común en la tradición de la literatura y el cine de ciencia ficción, incluso para plantear problemas filosóficos y morales, que lastra la novela con una impresión de falta de imaginación, con la sensación de una narración que, pese al oficio del autor, tiene todos los tonos, elementos y trayectos de lo ya narrado antes. Las preguntas acerca de si la robótica podrá replicar la inteligencia humana, la conciencia del hombre, la construcción de un “yo” individual y responsable surgen de manera correcta del relato, pero sin iluminar ni perturbar los problemas y definiciones que subyacen a esas preguntas. La idea de que la “imperfección” es un rasgo de la naturaleza humana inconmensurable que el clon humano nunca podrá adquirir, por definición, por vía del libre aprendizaje, lo cual lo inhabilitaría para convivir con nuestra especie, es interesante, pero no es una tesis suficientemente atractiva y vigorosa para servir de sostén a un relato de casi 600 páginas. Tampoco McEwan la despliega narrativamente con la claridad, ritmo y poder de convicción que le conocemos en otras de sus novelas.
Máquinas como yo padece de extemporalidad. Es curioso, porque a menos que se lea alegóricamente, lo cual sería muy forzado, no encaja con ese sentido profundo de la oportunidad que suelen tener los grandes autores, el cual les permite escribir una narración que da en el blanco de lo que actualmente interpela de manera esencial al lector. En vez de ese sentido de la oportunidad, el lector puede percibir más bien en este caso, por desgracia, oportunismo literario, oportunismo que siempre deviene en no poca banalidad.