Por Carlos Peña
¿Qué pudo ocurrir para que el país con el más alto desarrollo humano de la región, y hasta hace poco el más próspero, el lugar donde la banda presidencial pasaba de un torso a otro con cortesía y donde la derecha acababa de ser reelecta, se convirtiera de pronto en algo parecido a un campo de batalla, en un lugar de atmósfera encendida? ¿Por qué lo que hasta ayer eran símbolos de orden, desde el semáforo a la policía, parecen ahora remedos de sí mismos, fantasías que de pronto se disiparon?
Si se atiende a las explicaciones más divulgadas —las de los matinales, convertidos en el nuevo foro público, lo que sin duda es un signo intelectual de la crisis—, la causa del fenómeno sería la desigualdad. Como un globo al que se infla más allá de la cuenta, la sociedad chilena, henchida de desigualdad y de abuso, habría acabado por estallar. Esta explicación tiene la ventaja de ser sencilla y además popular: cuenta con una férrea vigilancia en las redes sociales, las que, como nuevos comisarios del debate, procuran que nadie se aparte demasiado de ella.
No es solo la desigualdad
Esa explicación, sin embargo, tiene algunas limitaciones. La primera son los incómodos datos. Ya el informe del PNUD (Desiguales, 2017) explicaba que la desigualdad en Chile, aunque no su vivencia, había disminuido, sea como fuere que se la midiera. Y algunos otros estudios, como los de C. Sapelli (2016), mostraron que cuando se corregía por cohortes el Gini disminuía más de diez puntos y la movilidad intergeneracional aumentaba. Esa es una primera limitación. La otra es que si bien las sociedades se diferencian por el grado de desigualdad, la diferencia mayor se produce por la forma en que la legitiman. Por eso, la sociología define la estratificación (que es propia de todas las sociedades) como las diferencias de riqueza socialmente aceptadas.
Chile es desigual (aunque no el más desigual de la región) y no cabe duda de que la desigualdad que no se debe al esfuerzo (como la que predomina en Chile) es moralmente incorrecta; pero el peso moral de la desigualdad no es igual a su incidencia causal en los fenómenos sociales. Hay que buscar, pues, qué otros factores concurren con ella hasta configurar el malestar en la forma en que se ha manifestado desde octubre ¿Cuáles podrían ser esos factores? Los más obvios son el generacional, asociado a los movimientos sociales y a la anomia; la crisis en la forma en que la modernización legitima la desigualdad y acentúa la vivencia de ella; la débil producción de lo que pudiera llamarse el cemento social por parte del mercado; la falta de modernización del Estado, que va por detrás de la sociedad; y lo que se ha llamado en la literatura la paradoja del bienestar.
En lo que sigue se alcanza a exponer algunas ideas sobre el primero de esos factores.
Se trata de los movimientos sociales: la semilla estudiantil
Desde más o menos el año 2006, hay en Chile un fenómeno que salta a la vista y que no es posible eludir: los movimientos estudiantiles que se incrementan en la década, coincidiendo casi con la universalización de la educación superior. Nunca había existido mayor acceso a la educación en todos sus niveles; pero, al mismo tiempo, nunca había existido mayor frustración. No cabe duda de que hay una cierta continuidad entre ese movimiento y lo que ocurre desde octubre, aunque las demandas han cambiado, expandiéndose desde reclamos por la mejora educativa, el rechazo al lucro, hasta sumar reclamos variados de carácter, por llamarlo así, cultural. ¿Qué hay tras todo esto?
No es posible comprender lo anterior sin dar un vistazo a lo que en la literatura se conoce como nuevos movimientos sociales.
Los movimientos sociales llamaron la atención en la literatura cuando se vio, desde fines de la década del sesenta, que las sociedades occidentales estaban expuestas no solo a demandas reivindicativas o redistributivas, sino también a reclamos de otra índole. Hasta ese momento, especialmente la literatura de inspiración marxista tendía a ver los movimientos sociales como movimientos de clases; pero ¿qué pensar de los verdes, los gays, los reclamos de género u otros de esa índole, algunos de los cuales, junto a las demandas de mayor igualdad, se ven en los grafitis de estos días? Parecía obvio que las explicaciones centradas en la distribución de producto social —quién se apropiaba qué y de qué forma— no eran suficientes. En Chile hay, por supuesto, movimientos sociales puramente redistributivos —la Mesa de Unidad Social es un ejemplo—, pero han ido a la zaga de este otro que no es, estrictamente hablando, de esa índole.
¿Qué explicaciones se encuentran en la literatura?
La explicación más admitida es que a la base de esos movimientos hay uno de los aspectos claves de las sociedades que se modernizan: la inconsistencia entre la extrema racionalización de la vida, por una parte, y la subjetividad de los individuos, a la que son particularmente sensibles las nuevas generaciones, por la otra.
Las contradicciones culturales de la modernización
Las sociedades que mejoran su bienestar, como ocurre con la sociedad chilena, comienzan a funcionar cada vez más, técnica y racionalmente, en base a sistemas que son cada vez más abstractos. Ese es el secreto, pero también el precio, de su mayor bienestar. Uno de ellos, por ejemplo, es el mercado que permite la cooperación pero prácticamente sin comunicación entre quienes cooperan entre sí. Esto provoca una sensación de ajenidad o de alienación que las nuevas generaciones deben percibir con particular agudeza. El otro fenómeno que suele mencionarse es la diferenciación funcional de la sociedad, a la que algunos autores prefieren llamar desanclaje. Mientras una sociedad más tradicional parece poseer un centro al que se subordinan la economía y la cultura, como fue el caso de la sociedad chilena en el siglo XIX o parte importante del siglo XX (lo que algunos autores llaman la cultura nacional popular, con gran centralidad del Estado), las sociedades que se modernizan pierden ese centro, se dividen, por decirlo así, en sistemas (el político, el económico, el cultural, etcétera) que comienzan a funcionar por separado, sin subordinarse uno de ellos a los otros. El sistema político, en especial, pierde centralidad y experimenta una cierta impotencia que es, sin duda, la base de lo que se llama crisis de representación (una consecuencia es la pérdida de prestigio de la clase política y uno de sus peligros el populismo).
Lo anterior va acompañado de un fenómeno que la literatura llama individuación. Los jóvenes (quienes experimentan la moratoria de la adultez, al margen de su edad), en especial, son invitados a editarse a sí mismos, a escribir su propia biografía. El mercado contribuye, desde luego a eso, especialmente si se tiene en cuenta que el sermón dominical o el discurso político han sido sustituidos por el mensaje publicitario que estimula expectativas y anhelos. Si se suma a ello el hecho de que los grupos primarios como el barrio, la parroquia, el partido o el sindicato se han debilitado, como consecuencia de la propia modernización, no es raro que las nuevas generaciones padezcan una extendida anomia.
La anomia no es un defecto inherente a los jóvenes, sino la consecuencia de un tránsito estructural donde las fuentes de orientación normativa desaparecen o se debilitan, quedando nada más que la propia subjetividad para orientarse. Y el resultado de este fenómeno no es, como a veces se cree, el relativismo, sino la certeza total. Cuando los seres humanos se tienen solo a sí mismos como fuente del valor, no es el relativismo del todo vale lo que comienza a imperar, sino el absolutismo de las propias certezas, para promover las cuales ningún precio llega a ser muy alto.
Los movimientos iniciados en Chile, con particular énfasis a partir del 2011, responden a lo que esas caracterizaciones previeron: demandaron un nuevo estilo de vida, opuesto a la sociedad de consumo o al mercado (que se racionalizó como una queja acerca del lucro y la comoditización de la vida); insistieron en formas de democracia directa (rechazando la democracia representativa); emplearon formas altamente dramáticas para hacer valer sus reclamos (escenas carnavalescas, ritos), y se integraron no por el viejo proletariado, sino por sectores educados y grupos medios. Por supuesto, se han sumado a ellos otros sectores, algunos con altos grados de deprivación relativa, como el lumpen, pero el núcleo del fenómeno parece ser el que se ha descrito.
¿Por qué hay en esos grupos frustración a pesar de que se trata de la generación con más educación y bienestar de la historia de Chile?
Desde luego, estos movimientos, especialmente el estudiantil, padecen lo que se ha llamado efecto de histéresis. Esto explicaría que nunca ha habido mayor acceso; pero tampoco nunca parecía haber existido mayor frustración. Los grupos históricamente excluidos (cerca del 70% de quienes hoy acceden a la educación superior) esperaban encontrar en la educación superior los bienes que ella proveía cuando ellos estaban excluidos y la miraban a la distancia: alta renta, aura de prestigio. En Chile, si se retrocede apenas cuatro décadas, se descubre que entonces los certificados universitarios eran casi sucedáneos de títulos de nobleza (aún en ciertos barrios, pequeñas placas de bronce indican en los domicilios la profesión adquirida por el dueño); pero hoy, que se han masificado, han diluido ese valor. La función de utilidad de esos certificados parece ser inversa del número de quienes lo adquieren. La masificación los devalúa. No es raro entonces que las generaciones que acceden a ellos se sientan, la mayor parte de las veces, timadas por las instituciones.
No es difícil ver ese conjunto de factores en el fenómeno del movimiento estudiantil de la última década y de lo que acabó manifestándose en octubre: ajenidad frente a la racionalización técnica; alta individuación y nostalgia por una sociabilidad más acogedora; anomia; frustración por haber accedido a bienes cuyo valor la modernización ha disuelto. Por supuesto eso no basta, hay todavía otros factores que ya se anticiparon: la vivencia de la desigualdad y la crisis de su legitimación, entre ellos. Pero eso ocupará la siguiente entrega.