Al iniciar el año, solemos mirar el calendario como si fuera una hoja en blanco. Hacemos planes de cambiar, nos deseamos suerte y felicidades. Si recordáramos los propósitos que hicimos al comienzo del año que termina, es muy probable que caeríamos en la triste cuenta, contra nuestros deseos, que seguimos teniendo los mismos malos hábitos de siempre: que volvimos a la vida sedentaria de siempre y a tratar mal a algunos semejantes, como lo venimos haciendo desde el comienzo.
Con la política sucede algo parecido. Los ciclos no son el año calendario, sino los períodos presidenciales. Las campañas son como la tarde de Año Nuevo. Los candidatos/as prometen modificar la PSU; terminar con la delincuencia y los abusos; proteger a los más vulnerables y a la clase media; intervenir las poblaciones tomadas por el narcotráfico; proteger a la infancia dañada; igualar las oportunidades por medio de una educación pública de calidad; terminar con las colas en los hospitales y descentralizar. La noche del triunfo y hasta que el o la Presidenta electa asume el mando, es como la noche de Año Nuevo: fuegos artificiales y abrazos entre adversarios. No solo deseamos, sino que creemos que un nuevo período presidencial será como una hoja en blanco, en la que será posible realizar los buenos deseos y hasta cumplir con el programa.
Tanta promesa incumplida y tanta frustración acumulada terminaron por provocar el estallido social. Se protestó contra el Presidente, pero también contra cada una de las fuerzas políticas que han ejercido el poder. Dos alternancias de gobierno, cuatro veces las promesas de Bachelet y de Piñera: A ambos el pueblo les dio la confianza por segunda vez, luego que le prometieron que esta segunda no les fallaban. Al cabo de los años, la delincuencia y los abusos siguen más o menos igual; el precio de los medicamentos continúa subiendo; las empresas que administran servicios básicos mantienen ganancias inexplicables para una economía competitiva; la educación pública está cada vez peor y los hospitales más colapsados. Agregue a eso un par de escándalos por semestre y llegará a comprender algún grado de violencia.
Pero la justificada protesta social devino en violencia y amenazas. La autoridad titubea o renuncia a ejercer sus deberes para mantener el orden público. Si lo hace, la acusan constitucionalmente. Los violentos y funadores inhiben el ejercicio de la autoridad a parlamentarios y a Carabineros.
A eso se agrega un clima de mentiras. Antes que haya siquiera un informe de Bomberos, las redes sociales arden acusando a los Carabineros de haber provocado el incendio; mentirosos anónimos inventan ser testigos de hechos que no ocurrieron; se viralizan videos de policías golpeando a manifestantes, que luego se descubre ocurrieron en otros países o durante la dictadura. Ni la verdad ni la dignidad importan ya a los violentos.
La promesa de la Constitución es otra hoja en blanco. Tenemos una oportunidad única para reemplazar la mala Constitución que tenemos: Es poco democrática y restringe severa e injustificadamente la capacidad del Estado de intervenir en la economía para defender la libre competencia, la transparencia y a los consumidores. Si logramos escribir bien la hoja en blanco, podremos tener mejores condiciones para un Estado que regule y controle bien la economía y capaz hasta de asegurar la educación y la salud sean iguales para ricos y pobres.
¿Lo lograremos? Quién sabe. Todo depende de que antes de elegir a los y las constituyentes, nos hayamos atrevido a enfrentar la mentira, la amenaza y la violencia.
Cierta derecha, dando por establecido que no seremos capaces de cambiar el clima de mentiras, violencia y amenazas que ya campea, ha encontrado la excusa perfecta para llamar a votar que no a una nueva Constitución.
La oposición, en cambio, se compromete con la Constitución de la esperanza. Yo me sumo entusiasta, pero advierto que si no tenemos el coraje de llamar mentira a la mentira, de condenar sin medias tintas la violencia como método de protesta, reivindicación o amenaza, y si no somos capaces de alentar a las autoridades a que sigan velando por el orden público, con pleno respeto a los derechos humanos, entonces esa nueva Constitución será probablemente peor que la que tenemos.
Si los partidarios de una nueva Constitución esperamos a que desaparezca el clima de violencia, mentiras y amenazas como quien espera, inactivo y bajo techo, a que se despeje una tormenta, entonces perderemos el derecho a lamentarnos luego si la ciudadanía, mayoritariamente, opta por el mal menor de mantener la mala Constitución que tenemos para evitar así encaminarse a un país sin gobierno.