No está fácil escoger la noticia política del año. ¡Compiten tantas! El 8 de marzo, masivo, aleccionador; la violencia en el Instituto Nacional; el juego de evadir los torniquetes, inocente, como saltar la cuerda. Y, de repente, los ataques terroristas simultáneos dirigidos al metro, el único servicio no clasista de Santiago.
El Presidente se equivoca: declara la guerra sin saber aún quiénes integran el grupo guerrillero y la gente entiende que la guerra es contra ellos. Los militares son sacados a la calle y los manifestantes no huyen, como era tradición sagrada para salvar la vida; los militares, atónitos, humillados, optan por no disparar, por replegarse.
Un general le dice al país que ellos, a diferencia del Presidente, no están en guerra. El Presidente comete otro error: cita al Cosena y el contralor le explica la diferencia entre resguardar las fronteras, susceptibles de ataques de potencias extranjeras, y el orden público que debe conservarse en las calles y plazas. El jefe de Estado cambia a sus ministros. El senador Guillier suicida su credibilidad al declarar que con él en La Moneda, nada de esto habría pasado.
Viene la gran marcha. La ciudad empieza a tatuarse mensajes. Los hay que reclaman derechos, otros tatuajes son rabiosos, los terceros recuerdan la sangre mapuche que casi todos llevamos dentro. Luego, se superponen unos mensajes violentos: invitan a matar un paco, a acabar con las autoridades del Estado y con el Estado mismo. Pero, simultáneamente, se imponen dos consignas: dignidad y nueva Constitución. Lo gritan todos quienes se manifiestan. Es bandera común.
Acaece otra batalla cruenta. Un regimiento y varias comisarías son atacados a pedradas. ¿Llevarían los manifestantes armas largas y de repetición o estaremos ante kamikazes suicidas? Lejos, hay carabineros que disparan a los ojos de quienes ejercen su derecho a manifestarse pacíficamente. El Presidente prepara estado de sitio. Finalmente decide que es mejor ser jefe de Estado, replegarse. Anuncia tres titulares: Justicia Social, Nueva Constitución y Paz. Un Presidente elegido para mantener la Constitución, a lo más reformarla; elegido para que los reclamos por igualdad no desordenen los balances económicos, anuncia que el crecimiento se subordinará a la justicia social. La mano dura de la derecha es ahora ofrecida, extendida, para pactar la paz. El Presidente de la letra chica se limita solo a escribir titulares.
Los parlamentarios entienden que la casa está a su cargo. Casi todos, hasta los adolescentes, asumen su responsabilidad. Chile parece al fin una República, un país a cargo de todas y todos. Solo se restan los que creen que la violencia es la única partera capaz de parir la gran utopía.
Muchos de los que reclamaban dignidad, de los que pusieron a todo volumen “El baile de los que sobran”, creen que la gran marcha, por sí sola, ya asegura más justicia social, una nueva Constitución, una nueva y más justa paz; empiezan a no acudir a las calles. Piden que la Plaza Baquedano se llame Plaza de la Dignidad; que ella simbolice la victoria de los que por tantos años han padecido los abusos de mano de los poderosos de siempre.
En cambio, los que se perciben a sí mismos como la vanguardia lúcida del pueblo piensan que el enemigo no está vencido y que falta aplastarlo. Ellos continúan luchando en las calles. Los viernes se les suman vendedores de drogas, barras bravas, saqueadores y traficantes de armas. Todos en una misma ola. Casi todos ebrios, una parte drogados. Ese día de la semana se instalan plazas de peaje para recaudar fondos; se hace bailar a los que osan atravesar las líneas. Luego impera la violencia desatada. La previa es de tal calidad, que las barras clausuran el fútbol y escasean los portonazos.
Los canales de TV muestran escenas en que se incendian templos y monumentos; en que saqueadores brindan ebrios y desnudos. Los conductores de TV siguen hablando de manifestaciones pacíficas, seguidas de incidentes aislados. Como no hay paciencia para tamaño engaño, moros y cristianos apagan la tele y solo ven sus redes sociales. Cada uno se aísla en su propio núcleo de propaganda. La verdad importa menos que un comino a los nuevos jefes de propaganda.
Los combatientes que persisten, los de verdad, siguen tatuando las paredes de la ciudad con las consignas A.C.A.B., mata un paco y muerte a la yuta. Carabineros, a punto de caer desmoralizados, recuperan las conductas que los hicieron apreciados y hasta admirados. Se muestran a pie, a veces sin casco, caminan por las calles y vuelven a dirigir el tránsito.
Pero la noticia del año es otra. Se llama bullying, funa, amedrentamiento. La libre circulación de las ideas, la deliberación democrática, las formas —sin las cuales es imposible intercambiar pareceres— son reemplazadas por el ataque personal, la advertencia de violencia física seria. Casi todas y todos caen rendidos a los pies de sus verdugos, incluso antes de cualquier agresión física. Los que opinaban con libertad ahora bailan, cambian de opinión, piden perdón, dicen que los malentendieron. Ruegan, sin dignidad, ser admitidos nuevamente en sus viejas tribus. Esta es la noticia del año. De persistir como tendencia, la justicia social favorecerá a los grupos de presión, la Constitución será escrita por cobardes y la paz será gobernada por los más violentos.