Hace unas semanas consideré seriamente la posibilidad de votar “acepto” en el plebiscito. Más allá de mis preferencias personales, ese tipo de gestos podía contribuir a la paz social (las constituciones son símbolos políticos y no solo textos jurídicos). Además, muchos constitucionalistas de oposición decían cosas razonables. Parecía que una nueva Constitución no supondría transformaciones radicales en nuestro esquema institucional, y siempre estaré dispuesto a sacrificar mis preferencias constitucionales por el bien de Chile.
Hoy pienso de otra manera. De partida, resulta desafortunado presentar las cosas como si votar “rechazo” equivaliese a desatar en el país un terremoto grado 10. He oído antes ese tipo de razonamientos y no me parecen particularmente persuasivos.
El cambio más relevante desde el 15 de noviembre, fecha del acuerdo constitucional, está dado por el comportamiento de la oposición. De un momento a otro se volvió insaciable, y aunque no infringe la ley cuando realiza infinitas reclamaciones y banaliza las acusaciones constitucionales, esas conductas no ofrecen muchas garantías acerca de su comportamiento futuro.
En la raíz de la actitud opositora, probablemente, está su complejo de inferioridad ante el Frente Amplio, que ha sido muy exitoso en su tarea de avergonzar a los que piensan distinto. Así, muchos concertacionistas que tendrían abundantes razones para sentirse orgullosos de la transición, piden perdón por el solo hecho de existir. Días atrás, escuchar a Insulza era oír a Boric.
La superioridad moral que se atribuyen muchos en el FA les permite ejercer un constante matonaje, cuyas víctimas son incluso militantes de sus propias filas. Ellos representan la generación inmaculada, la única que parece tener derecho a escribir en esa hoja en blanco en que Chile parece haberse transformado.
El clima producido por el FA y el PC hace casi imposible realizar una deliberación como la que necesitamos para llevar a cabo un proceso que, por definición, exige hacer muchas concesiones. Ha resucitado la consigna sesentera: “avanzar sin transar”.
Para algunos resulta fascinante la experiencia de hacerlo todo de nuevo; otros piensan que, a la larga, primará la cordura. Un tercer grupo, entre los que me cuento, somos poco amigos de los experimentos en un clima como este, al menos si se refieren a Chile.
Por otra parte, si uno tiene en cuenta que la Constitución vigente lleva la firma de Ricardo Lagos y recibió un apoyo transversal en 2005, no parece buena idea que la opción del rechazo sea patrimonio de José Antonio Kast. Sería muy sano que ella recibiera el apoyo de gente de diversas sensibilidades políticas, particularmente de esas personas de centroizquierda que no son partidarias de las retroexcavadoras, esas máquinas que han vuelto a aparecer con una perseverancia digna de Terminator.
Se dirá que el país ha cambiado mucho desde 2005 y que eso exige una nueva Carta Fundamental; pero supongo que los EE. UU. actuales son muy diferentes a 1787 y a nadie se le ocurre derivar de allí la necesidad de reemplazar el texto vigente. Ciertamente, hay que hacer muchos cambios en nuestro sistema institucional, pero ninguna de las reformas razonables que se han propuesto requiere sustituir la Ley Fundamental, y en todo caso siempre está abierto el camino de las modificaciones constitucionales.
Todo hace pensar que, en este momento, la opción del “apruebo” cuenta con un apoyo mayoritario, pero ¿es una razón suficiente para sumarse a ella? Uno de los problemas que ha tenido el país en las últimas décadas es que los chilenos estamos enfermos de exitismo. Eso puede valer para una liga de fútbol, pero no para decidir el futuro del país. Además, en política nada está definido hasta el último momento; si no, pregúntenles a los británicos. Ella está llena de sorpresas, porque tiene que ver con la libertad humana: no es el resultado de procesos inexorables.
Por lo demás, lo peor que podría pasarle a alguien que vota “no” sería perder en el plebiscito. No parece tan terrible. En ese caso, habrá que sumarse con ánimo constructivo al proceso que decida la mayoría. Pero en el caso de que gane el “sí”, también es importante mostrarle a esa mayoría que hay un porcentaje relevante de personas que piensan que la Constitución vigente constituye una base quizá no perfecta pero más segura para enfrentar los problemas jurídicos y políticos que tenemos por delante.
Quedan por resolver dos preguntas muy relevantes. La primera dice así: “¿es la nuestra una buena Constitución?”. Para encontrar una respuesta basta con leerla y compararla con las otras constituciones latinoamericanas.
La segunda es más delicada: “¿no padece nuestra Constitución de un vicio de origen, una mancha que debilita su legitimidad, dado que nunca recibió la aprobación ciudadana en un plebiscito realizado en circunstancias de completa normalidad democrática?”. La solución está al alcance de la mano: si el “rechazo” obtiene mayoría en el plebiscito, se habrá borrado esa mancha. Al menos para los que aceptan las reglas de la democracia.