Los errantes es una obra de lectura compleja. Está estructurada por cerca de cien textos dispuestos de manera continua distinguidos unos de otros por un título en una ligera transgresión de la regla usual de edición por cuanto en esta cada título da origen a un capítulo separado del anterior. Esto marca ya el horizonte formal de la obra: lo que se leerá es una narración, pero no una narración convencionalmente planteada. La obra está estructurada para eludir ciertas “leyes” o convenciones culturales acerca de cómo se narra una historia, lo cual eleva la pregunta —que es un ruido paralelo a la lectura— si estos recursos formales “transgresores” no obedecen ya a una nueva convención.
Más allá de ser una narración, en el sentido muy elemental de que tanto en cada texto como en su conjunto mayoritariamente se cuenta historias,
Los errantes es una combinación de textos que en la tradición literaria aparecen en géneros distintos y separados: biografías, relatos breves, fragmentos de pensamientos, notas o apuntes de viaje, anotaciones de variado tipo, estampas y dibujos, vidas breves. Diríase que hace gala de gran hibridez genérica. El único género que derechamente no incluye, en los términos canónicos de ese género, es el de una novela o quizás, lo que pretende al final de cuenta es ser una novela “antinovela”, una novela que busca una forma nueva de plantearse, cosa que, como se sabe, viene intentándose desde principios del siglo pasado. La obra de la premio Nobel posee así un aire de vanguardia institucionalizada.
Hecha esa prevención, no cabe duda de que Olga Tokarczuk es una narradora inteligente y con una muy buena prosa, de manera que el libro no es la simple agregación de una multiplicidad de textos disímiles, sino que posee una lograda unidad en medio de la diversidad. Precisamente, quizás el mecanismo que atrapa al lector es que la autora plantea desde las primeras páginas el eje a partir del cual el lector debe leer el libro, conectando todos los textos, otorgando a partir de él mismo un sentido a la lectura; es decir, de un lado esta obra parece darle al lector una amplia libertad de interpretación y, del otro, se guarda —desde el título— de establecer las pautas de interpretación a las cuales el lector debe ceñirse si desea comprenderlo como una unidad y no meramente como un conjunto disperso de textos de distintas naturalezas.
Ese hilo conductor que opera la unificación es la idea heracliteana de que la movilidad es la realidad. Este principio es encarnado por Tokarczuk de modo principal en la figura del viajero, no de un viajero esporádico, sino uno cuyo destino y dedicación es moverse de un lugar a otro, errar sin quedarse, partir y regresar pero solo para volver a partir. De hecho, la narradora primaria (la protagonista) es una escritora cuya vida es viajar y su escritura son apuntes de viajes, y su instrumento, el ojo interno que observa y los registros —los cuadernos— en que se van acumulando los materiales para la escritura futura.
Los errantes es, de este modo, una suerte de promoción de la errancia, una defensa del nomadismo como fuente de la libertad y creatividad humanas, frente a una cultura predominante que fuerza al asentamiento como eje fundamental de la vida moderna. Todo el libro es un alegato contra el echar raíces, contra el asentarse y, al revés, un esmerado discurso a favor de cortar los lazos y partir, a no dejarse petrificar, a huir de la quietud y el confinamiento. Si, para recurrir al origen de la literatura, Odiseo es un errante en permanente regreso, horadado por la nostalgia de la casa ausente, el héroe de la autora es el viajero en fuga de una casa que es prisión —o incluso infierno— más que refugio y paz. El libro está, en consecuencia, repleto de descripciones, observaciones y episodios situados en aviones, aeropuertos, trenes, metros, estaciones, calles, salas de esperas, etc., siempre a la búsqueda de aquellos que en medio de la corriente cotidiana de errar son los errantes, es decir, aquellos que se quedan en el errar mismo, cuyo moverse no es un medio para alcanzar un punto fijo, sino que, al contrario, el propósito y el fin son el tránsito, el movimiento mismo.
La forma de
Los errantes —esta fragmentación sin separación, esta pieza única moldeada a partir de trozos diversos que se persiguen y traslapan y comunican— es acaso la adecuada a esta religión de la errancia que subyace de modo sostenido y visible en el libro entero. Tokarczuk parece creer que el poder (en todas sus formas, también en la literatura) se ensaña con quien se asienta para destruir su individualidad, y de ahí el precepto fundamental de su ética: “Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina”.