Amnistía Internacional emitió su informe acerca de la situación de los derechos humanos en medio de las protestas de este mes: constató una violación generalizada.
Las reacciones fueron inmediatas; pero todas desafortunadas.
Carabineros desmintió las acusaciones. Y un general locuaz y escaso de criterio aprovechó un incidente, donde resultó herido un camarógrafo, para comparar las tareas del orden público que lleva a cabo la policía con la quimioterapia de un cáncer que para matar las células malas, daña también las buenas. Ese argumento es inadmisible y merecería un severo reproche de la autoridad civil. Si se le aceptara, antes de emitir cualquiera imputación a Carabineros, habría primero que saber si el número de los muertos o heridos malos superó al de los muertos o heridos buenos (dejando de lado el criterio para determinar la bondad o maldad de los heridos o los muertos del ejemplo). Esa forma de razonamiento, esa reducción del razonamiento moral a las matemáticas, esa moral de contable en materia de derechos, esa tonta matemática, revela una grave falta de criterio del general en cuestión.
El Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea mediante un comunicado conjunto también rechazaron el informe.
No lo hicieron mejor.
De una manera sorprendente e inédita, junto con negar las acusaciones de haber violado los derechos de las personas, aprovecharon de emitir juicios acerca del comportamiento de otras instituciones del Estado, el Poder Judicial y el Ministerio Público incluidos.
Si ya resulta insólito que las Fuerzas Armadas respondan acusaciones de esa envergadura en forma autónoma, como si fueran entidades independientes, corporaciones autogobernadas, lo es más todavía que lo hagan emitiendo juicios generales acerca del Estado.
Esa respuesta de las Fuerzas Armadas (además de revelar una mala comprensión de lo que los derechos humanos significan en un Estado democrático y constitucional) viene a confirmar un aspecto de su cultura que se ha venido manifestando hace ya bastante tiempo: el corporativismo, la idea, extendida poco a poco entre sus miembros, que ellos conforman un cuerpo con intereses propios distintos a los del resto del Estado, intereses que ellos serían los mejor capacitados para juzgar. Esa cultura resulta incompatible con la subordinación que deben al poder civil que es, mal que les pese, el único autorizado para deliberar si acaso el comportamiento que han tenido durante todo este tiempo es o no correcto, si se ajusta o no a lo que el mismo poder civil dispuso.
La ministra Rubilar ha dicho que la declaración que las Fuerzas Armadas formularon fue “visada” —esa fue la exacta expresión que utilizó— por el ministro de Defensa.
Si fue así, el asunto es aún peor.
Porque, ¿desde cuándo el papel de un ministro de Defensa es el de un notario que certifica o autoriza lo que, previamente, las Fuerzas Armadas decidieron decir? El papel del ministro de Defensa era, frente a estas acusaciones, emitir un juicio evaluativo ante la opinión pública acerca de la actuación de las Fuerzas Armadas. Pero no. En vez de cumplir ese deber, se descubre ahora que se limitó a visar lo que las Fuerzas Armadas previamente decidieron declarar.
Pero lo más peligroso de todo esto es la incomprensión que las Fuerzas Armadas muestran acerca del lugar que poseen los derechos humanos en la esfera pública y en la vida colectiva. Los derechos humanos, hay que recordarles una y otra vez, son un coto vedado a la actuación del Estado del que las Fuerzas Armadas forman parte. Ello quiere decir que no existen razones instrumentales o de otra índole para violar esos derechos o amenazarlos de violación. En una sociedad secularizada, los derechos humanos son el único reducto que reclama una protección incondicional de parte del Estado.
Por supuesto, esa protección incondicional impone un fuerte gravamen al Estado y sus instituciones (¿no resulta injusto, se dirá, pedir escrupulosa cautela a un policía o militar cuando su propia integridad, como ha ocurrido estos días, está en peligro?); pero se trata de un gravamen plenamente justificado, de una servidumbre que deriva de la misma índole del Estado. Y es que no hay mayor asimetría que la que media entre la fuerza que el Estado monopoliza y la del ciudadano de a pie. El Estado moderno es la máxima concentración de fuerza que se conoce y, por lo mismo, si el Estado protege al ciudadano, su sola existencia también lo amenaza.
Esa condición paradójica del Estado —custodio y amenaza, fármaco y veneno— es la que obliga al Estado democrático a establecer deberes de responsabilidad hasta cierto punto objetiva para sus órganos cuando se trata de los derechos de las personas.
Y ello especialmente cuando se viven circunstancias excepcionales y días feroces. Ese es el destino del Estado: las bases de su legitimidad se ponen a prueba cuando todo parece aconsejar abandonarla.