Finalmente nuestros cocineros han captado que el género “bistró” viene mejor con nuestro modo de ser y de comer —informal, relajado, pero cada vez más enterado de lo bueno y lo malo sobre manteles— que el restorán estirado y pretencioso.
En La Mesa —recién inaugurado por Álvaro Romero, luego de un notable periplo por otros mesones famosos en Santiago— el ambiente de bistró está muy bien logrado: lugar acogedor, colorido, sencillo. Aunque no nos gusta mucho la proximidad en que se suelen poner las mesas para ganar espacio, aquí lo que se consigue con ello es un notable contacto que surge, espontáneamente, entre los comensales: “¿Cómo le salió su postre?”, o “esa pasta al pesto tenía muy buena cara, ¿cómo estaba?”. Así la experiencia de unos ayuda a la elección de otros.
La cocina reúne todas las condiciones para ser una gran cocina: es pequeña cocina, compuesta de lo que los franceses llaman petits plats soignés; es decir, platos sencillos y muy esmerados. Nada de alardes técnico-científicos, ni de experimentaciones naso-buco-oculares, ni de shows para la canalla internacional que, en su decadencia, procura amargamente encontrar algo que, ¡por fin!, la satisfaga (vano intento, por cierto): Ud., Madame, va y pide un pescado del día (un pescado de roca, en este caso, bilagay) y le traen un pescado soberbiamente bien hecho, sabroso a más no poder, de aromas y sabores equilibrados ($10.000), y como contorno, una simple cebolla asada que es eso, simple cebolla asada ($4.000).
Pero no se crea que no hay alguna exploración culinaria, solo que la que hay es sobria, realizada orgánicamente, o sea, como un desarrollo natural de combinaciones que no aspiran a “epatar al burgués” asiuticado, sino a mezclar cosas obvias: catamos, de entrada, un estupendo rösti, de tamaño y cocción perfectos, que llevaba arriba unas chochas coquimbanas cocidas lo justo y necesario para conservar su deliciosa textura y su sabor en sordina ($6.500): qué gran marisco, que el cielo proteja de sus depredadores humanos.
Un alarde de sencillez es un plato compuesto de unas seis chuletas de cordero ($13.000, el plato más caro de la carta, donde se lo menciona, de modo inexplicable como “costilla de oveja”…), con su huesito pelado, a la francesa, de modo que se las puede tomar cómodamente y comerlas a mano, que es, quizá, el mejor modo: con un poco de simple chimichurri, es como debe ser.
Los postres: tarta de cítricos, con masa sin defecto, acompañada de unos goterones de agua de azahar, y un “manjar del cielo”, etérea preparación, con lo dulce debidamente aplacado y aromatizado con agua de rosas. Ambas aguas rara vez usadas entre nosotros.
Recién abierto, la carta es breve, y la de vinos todavía no está impresa (hay novedades a buen precio). Dos o tres ajustes que hacer, pero es de lo mejor que hay hoy en Santiago. Precios excelentes.
Alonso de Córdova 2767, Vitacura. 229297005.