Esta singular novela confirma el extraordinario talento de Jhumpa Lahiri. Escrita originalmente en italiano, la traducción permite al lector apreciar con propiedad las virtudes de su manera de narrar una historia.
Una mujer de mediana edad, soltera, dedicada a la enseñanza en alguna universidad de alguna ciudad, describe su vida cotidiana, sus hábitos, a través de textos bastante breves (una o dos páginas, a veces menos), situados en algún punto de su trayecto vital diario. Cada texto está, así, encabezado por un título que incluye la palabra “en” (“En la calle”, “En la cama”, “En la casa de mi madre”, “En la sala de espera”, etc.), señalando un lugar, un punto de vista desde el cual la narradora observa el mundo, pero que es un lugar no físico, sino un “locus” intelectual y emotivo, en el cual lo central es ir desmenuzando la subjetividad de esta mujer, cuyo nombre tampoco es indicado por la autora.
La ausencia de los marcadores típicos de la narración —el nombre de los personajes, la precisión geográfica de los lugares, la fechas que señalan la época en que el relato se despliega— no le quitan concreción al relato. Al contrario, parece que la narradora estuviera dialogando consigo misma, que su destinatario fuera su propio yo y, en consecuencia, resulta innecesario informarle los datos que este ya conoce. El lector se puede reconocer en la intimidad del género de observaciones que Jhumpa Lahiri pone por escrito: un ser humano sensible, curioso, observador, abierto a su entorno y, a la vez, atento a cómo ese mundo ajeno espejea en su propio mundo. Los relatos breves que estructuran esta novela dan cuenta de ese ir y venir desde adentro hacia fuera y de nuevo hacia adentro en un permanente juego de reflejos. Por momentos parece que Lahiri quisiera rendir un homenaje perfecto a la célebre definición de Stendhal de lo que es una novela: “Un espejo que se pasea por un camino”.
Los textos breves dan cuenta de un presente estrecho: el período (indefinido también) en que esta solitaria profesora decide aceptar una beca y mudarse de ciudad, de país y de idioma. La novela cubre el proceso interno de la despedida y de la incertidumbre esperanzada ante el cambio. No obstante, ese período estrecho se abre en el relato a toda la vida de la narradora, quien con recursos ligeros expande la temporalidad a los cuarenta y tantos años de su existencia, sin recargos prescindibles de información, pero dejando claro que en ciertas encrucijadas (o acaso siempre) el tiempo concurre entero en una amalgama inescindible de pasado, presente y futuro.
Las anotaciones breves de esta novela seducen por su sencillez y despojamiento en el estilo. Lahiri parece haber absorbido con singular maestría todos los secretos del “relato breve” y, más al fondo, las lecciones de Chejov, con episodios concretos aunque no conclusivos, abiertos pero ampliamente sugerentes, cuyos finales evanescentes dejan al lector pensativo inmerso ya fuera del texto en medio de sus incitaciones y leves insinuaciones que encuentran eco en otros relatos de más adelante.
La soledad de la narradora es una soledad escogida, una soledad en la que parece moverse con comodidad, un refugio que ella defiende, pero que a medida que avanza el relato va quedando de manifiesto cómo esta elección tiene un nexo con el vacío afectivo en el que se desarrolló la relación entre sus padres. El espejo, que es esta novela, enfoca poderosamente hacia este punto. La mujer que narra es una mujer dañada, que ha tenido y tiene amantes, pero es incapaz de dar el salto que supone el amor hacia otro, porque en ella ese salto es abismal. Es muy sutil la manera en cómo la autora hila la oquedad que en el alma de un niño o niña sensible puede provocar el desamor de sus padres. El tono del relato es de una melancolía muy poco obvia en la que no faltan momentos de iluminación como el que acaece en el relato final, cuando la narradora toma el tren que la llevará a su nuevo destino. Un grupo ruidoso, desinhibido, alegre y algo escandaloso comparte su misma cabina. La fuerza vital de ese grupo le proyecta el cansancio y tristeza del nicho en que ella se encuentra enfundada y segregada. Esa separación quizás sea, con todo, la contrapartida de la penetración de la mirada de la narradora, como si aquel daño que la aísla se convirtiera en un engrandecimiento de la amplitud y la intensidad del mirar. Una lectura de este libro quizás sea, como esa soledad y desajuste que recorren estas líneas, el duro costo que debe pagar el artista escritor para poder ver y plasmar lo visto.
Donde me encuentro es así una excepcional variante de un retrato de la formación de un artista.