El país está en un momento de crisis, inquietud y conmoción. Hay escenas esperanzadoras y otras, trágicas. Una serie de interrogantes se instalan en nuestros núcleos íntimos, lugares de trabajo, en los cabildos ciudadanos, en la calle cuando marchamos, o a solas cuando leemos la prensa, o vemos la televisión o nos asomamos a las redes sociales. Hay una pregunta que también es un deseo, un deseo que moviliza imaginar un sistema más justo, más solidario; se repite la palabra dignidad. El 18 de octubre, y los días a continuación, será un punto de no retorno en la historia de Chile, una fecha sorpresiva que dejará la normalidad de un lado para abrirse a la incertidumbre por un nuevo pacto social que no sabemos si podremos configurar en un corto o mediano plazo.
Así como la vida cotidiana ha quedado suspendida, el teatro también ha quedado entre paréntesis y la cartelera permanece paralizada, con algunas esporádicas ocasiones, tanto por la imposición del estado de emergencia, del toque de queda o por el ánimo en las calles y la prioridad de la manifestación ciudadana. Sin embargo, puede ser un buen momento para detenerse y analizar algunos de los montajes de este año —por limitarnos al 2019— que deslizaban, de algún modo, las claves de este estallido.
Quizás uno de los estrenos que condensaban todo este malestar fue “Animales invisibles”,de la compañía La Laura Palmer, porque problematizó de un modo original la desigualdad en el plano artístico-laboral. Esta original obra, bajo la dirección y dramaturgia de Pilar Ronderos e Ítalo Gallardo, giró en torno a los técnicos “tras bambalinas”, esas personas que cumplen una serie de oficios, muchas veces invisibles al público, que son imprescindibles para que el hecho teatral suceda.
De algún modo, en el microcosmos del Teatro Nacional se reconocían los problemas sociales de la sociedad completa: la falta de contratos formales, los bajos sueldos, los horarios extenuantes, el miedo a jubilar, los liderazgos abusivos, la influencia del gobierno de turno. Circunstancias que opacaban su genuino compromiso y vocación. Y, también, ellos mismos han sido testigos de la precarización de la cultura y de la convocatoria menos masiva del fenómeno teatral, transitando desde el esplendor de los teatros universitarios a la de una sala precarizada con riesgo de convertirse en un centro de convenciones.
Además, adelantándose al ejercicio de los cabildos, o siguiendo el modelo de las ya instauradas asambleas, estos trabajadores se reunían en torno a una mesa para entregar su visión del mundo y sus reivindicaciones. Quizás eso es lo que debimos crear desde mucho antes: la conversación horizontal donde todas las voces se escuchen.
Por supuesto que el reestreno de la pieza “Mano de obra”, adaptación homónima de la novela de Diamela Eltit (Premio Nacional de Literatura 2018), dirigida por Alfredo Castro, regresó a las tablas con una vigencia escandalosa. Primero, por la problemática que plantea en un grupo de trabajadores precarizados y alienados, y luego, por las imágenes de incendio y saqueos que han tenido esos recintos en estos días.
En la última versión, se privilegió mostrar la convivencia de los empleados en un departamento compartido en condiciones indignas (dormitorios rotativos, puertas que no funcionaban) supeditado a una experiencia vital que no permitía más horizonte que un fin de mes asfixiante. Seis empleados en escena, tres mujeres y tres hombres eran el síntoma de una cadena de trabajo (cajeras, reponedores, promotoras, encargados de sección y supervisores), basada en la inestabilidad de contratos temporales, la vigilancia de los pares que se replicaba, la competencia individual. Y, además, se mueven por la cruel vitrina de pasillos atiborrados de productos heterogéneos pero inalcanzables para los más desvalidos del sistema: los niños, los viejos y los mismos empleados.
Además, Eltit apuntó, por medio de la poética del garabato, el síntoma de la desintegración social y subjetiva de un grupo de trabajadores que se relaciona a través de un lenguaje coprolálico como síntoma de la pérdida de capacidad de discurso y de cohesión. Por otra parte, cada uno de ellos va dando cuenta de un padecimiento de enfermedades físicas que los aquejaban (desde cortes, incontinencia urinaria, adicciones, calambres y más). “Mano de obra” es una historia terrible sobre un grupo de empleados que naufragan en los desperdicios de su dignidad, y que quizás se puso de pie en estos días por medio de sus cacerolas, pancartas, protestas y marchas.
Tanto “Animales invisibles” como “Mano de obra” son montajes que se centran en la esfera del trabajo, y esos ámbitos son la fuerza de la heterotopía, es decir, lo que ocurría allí, el teatro o un supermercado, se podía extrapolar a todas las relaciones laborales mercantilizadas: horarios exhaustivos, sueldos paupérrimos y relaciones abusivas.
Otra problemática que ha aparecido en este estallido es el lugar de los niños en la sociedad: las primeras víctimas de las inequidades de su lugar de nacimiento, de un contexto agresivo y de la violencia o abandono institucional. Esto se expuso en la obra “Carnaval”, de la directora y actriz Trinidad González. Allí tres actores interpretaron, con rostros tiznados y cuerpos trémulos, a estos distintos niños cuyo denominador común es el sufrimiento infringido por los adultos en situaciones de guerra, migración ilegal, hogares (como el Sename), abusos de la Iglesia, explotación laboral y más. Niños que crecerán con una rabia del tamaño de sus vidas.
En estos días algunos investigadores y activistas han organizado cabildos con estos ciudadanos “menores”, y tanto sus frases como sus dibujos dan cuenta de que no están ajenos, y no podrían, de este sistema cruel y abusivo. Sin duda, esto es algo a sumar en nuestro nuevo pacto social: el fin de la vulneración de los derechos de la infancia.
Y aunque resulte curioso, la obra “Mistral”, de Andrés Kalawski, y dirigida por Aliocha de la Sotta, que giraba principalmente en torno a la posibilidad de reconstruir, al menos ficticiamente, a esta inmensa poeta e intelectual, dejaba constancia de sus ácidas críticas a la identidad nacional como cuando aseveró: “¿Qué hay de Chile que no sea odioso? Esa adoración perpetua de la colonia, esa mansedumbre, esa chatura, como si el país hubiera gastado toda su creatividad en el paisaje”. Porque en nuestro modelo social no solo está la herencia de la dictadura, sino un paradigma histórico de pensarnos como patrones e inquilinos. Al mismo tiempo, se confrontaba a una joven militante que la presionan a comprometerse con la lucha de la disidencia sexual y salir a marchar por las calles.
Por otro lado, una obra escrita en plena dictadura, “La secreta obscenidad de cada día” (1983), de Marco Antonio de la Parra, que aludió a ese pasado violento y torcido, articulado tras el manto de un diálogo desopilante entre Marx y Freud, cuyos discursos entre las pulsiones y el materialismo histórico o lo individual y lo colectivo eran de total vigencia, se escondía a dos ciudadanos quebrados, traicionados y traidores. Quizás las imágenes de lo obsceno han ido mutando.
En otro registro, dos obras exploraron las heridas psíquicas heredadas de la dictadura desde la mirada de las hijas, y cómo lidiar con ese dolor y resiliencia. Fue el caso de “El descanso de las velas”, de Flavia Radrigán, y “Telúrica”, de Ana Barros. Ambas incluyeron canto y coreografía, respectivamente. De un modo tangencial, el montaje de “Mi mundo Patria”, de Andrea Giadach, apuntó al sentimiento de desarraigo y violencia en contextos donde la pertenencia se hace añicos.
Y, por último, justo antes del estallido se presentó “La Pérgola de las Flores”, de Isidora Aguirre, bajo la dirección de Tito Noguera (premio nacional de las Artes de la Representación) y María de los Ángeles Calvo; con un cierre de primera temporada insólito: un balín disparado por fuerzas especiales impactó en el rostro de la actriz María Paz Grandjean cuando salía de la función, como muestra y botón de la represión y de balines a mansalva. La actriz debió ser llevada de emergencia y estuvo dos semanas en recuperación. Paradójicamente, interpretaba a Laura Larraín, una de las mujeres de clase alta que buscan proteger sus privilegios a toda costa.
Este clásico, de 1960, regresa a las tablas con una versión vibrante, y ya sabemos, tras el halo encantador del género musical hay una contundente crítica social a partir del caso de la pergoleras frente a un proyecto de modernización de la ciudad, que las desplaza, movido por el interés económico de políticos y algunos dueños. Y aquí es donde aparecen los intereses de grupos poderosos, también de absoluta vigencia hoy, que solo se guían por el cortoplacismo de los retornos de sus negocios particulares sin considerar los daños colaterales colectivos (de las personas y del medio ambiente). En esta historia, las pergoleras/floristas —encabezadas por doña Rosaura, Charito y doña Ramona— se organizan aliándose con estudiantes, obreros y artistas para que las ayuden a defender su causa, y de hecho declaran: “Si hay que pelear, peleamos”. Una lucha hecha de argumentos ingeniosos, organización civil, pancartas y canciones.
Es asombroso ver que este clásico teatral señala, sesenta años después, a uno, entre muchos, de los núcleos del descontento social: la prevalencia de los intereses privados sobre los intereses públicos. Además, habría que destacar que este espectáculo se hizo con músicos en escena, liderados por Cuti Aste, y coreografías virtuosas. Todo esto, dentro de una escenografía moderna, móvil, que incorpora proyecciones de Delight Lab, el colectivo de artistas responsables de los mensajes lumínicos proyectados en el edificio de la Telefónica con frases poderosas como “Dignidad”; “El derecho a vivir en paz”, “Chile despertó”, “No estamos en guerra”; entre otros.
El arte es una caja de resonancia que guarda las capas geológicas de nuestro malestar; es memoria, presente y futuro. El teatro siempre ha sido lo político y lo público, tiene la capacidad de ser una herramienta de advertencia, de denuncia y de sueño. Acá recuerdo una frase de Heiner Müller: “El teatro es siempre una reflexión sobre el terror, el terror ideológico, el terror social, el terror que incluso puede sentir alguien ante sí mismo”. Quizás es un momento para prestar atención a eso que se va fraguando en las letras y en las tablas para evitar llegar a estadios de rabia y desesperación. O bien, para alentar el despertar y así imaginar otra forma de vida. Por mientras, lo político y público se ha instalado en las calles, en cada marcha, esperando que el teatro regrese, porque como dijimos hace unas semanas, “el teatro no puede desaparecer, porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma” (Arthur Miller).