Si he de escuchar, lo primero es oír.
Me puse audífonos. Ya no miro los labios de la gente, puedo conectarme más profundamente con sus ojos. Empatizo, oigo, escucho.
La Dra. María Ximena Montero estudió mis exámenes: “La gente —me dijo— cree que hay que retrasar la opción de los audífonos, porque así el oído no se pone flojo, ¡error!”.
Agregó:
“Es que nosotros procesamos los sonidos en el cerebro, en la corteza auditiva. Y si uno no mantiene abiertos los canales auditivos, esa corteza cerebral no recibe las ondas y se va a atrofiar. Y después, aunque se compre un Mercedes de audífono, no le va a servir”.
Entonces, hay que mantener los canales limpios.
“¡No se meta nada en la oreja!”, me dijo.
A los 18 años, agregó, se empieza a perder la audición de los tonos agudos que uno no percibe habitualmente. Los primeros en darse cuenta de la pérdida del nivel de audición son los parientes, que reclaman. A veces, por el simple hecho de que les molesta el volumen del televisor.
Mensaje: “Hágale caso a quienes conviven con usted. Consulte de inmediato”.
La doctora Montero me fue describiendo el avance de conductas sociales que yo vi en mi padre, medio sordo: tendencia a aislarse, a desesperarse cuando no comprendía las palabras en una reunión, o cuando no conseguía leer los labios de los interlocutores.
De hecho, en mi primera reunión otorrina le dije al especialista: “Mis nietos modulan mal y no les entiendo”. “El problema no son sus nietos, es usted”, me respondió.
Me puse a estudiar. Ocho investigadores de Medicina de la U. de Chile publicaron en abril un estudio impresionante: vinculan la pérdida auditiva con otras declinaciones cerebrales. Lo firman los doctores Chama Belkhiria, Rodrigo Vergara, Simón San Martín, Alexis Leiva, Bruno Marcenaro, Melissa Martínez, Carolina Delgado y Paul Délano. Apareció en la revista “Fronteras de la neurociencia del envejecimiento”.
Conclusiones: perder la audición aumenta los síntomas depresivos, baja las capacidades cognitivas, disminuye la capacidad de ubicarse en el espacio, baja las capacidades ejecutivas. (Hay más; con eso basta).
Convencido, apoyado por el programa GES, Garantías Explícitas en Salud, pagué $95.000 por un audífono; quería ver primero si era tan bueno como para comprar dos. Me ofrecieron otros aparatos: algunos, mínimos como escarabajos y máximos en el precio; pero el más económico me ha funcionado muy bien. Se nota, pero no es distinto a usar anteojos; el próximo mes me compraré el segundo aparato.
Oigo ahora los pájaros. No entiendo tanto lo que me dicen mi nieto Hernán o mi nieta Amelia, pero los oigo mejor. Oí bien en el teatro. En las conferencias, me llega lo dicho. La música me perfora más el alma. Cuando entrevisto, no tengo que pedir que me repitan y puedo dedicarme a escuchar a fondo.
Los médicos otorrinos son antiguos en Chile: del 6 al 9 de noviembre celebrarán su congreso Nº 76 en Viña del Mar.
Nosotros, atentos: porque uno se puede ir acostumbrando a vivir sin oír y lo peor, a vivir sin escuchar. Y si bien los ciegos dan pena; los sordos, rabia.
A veces, el primer paso es oír. Y aparecen las demás personas.