La situación presente tiene varias caras. En unos días hemos pasado de ser la joya de Latinoamérica a la violencia irracional, a los cacerolazos y a una marcha multitudinaria que busca distanciarse de la locura, pero que, al mismo tiempo, expresa un descontento muy profundo y que, en cierto modo, resulta más difícil abordar intelectualmente que el vandalismo.
Comencemos con la violencia irracional, que fue el primer protagonista y no ha desaparecido. El metro tiene una enorme carga simbólica: lo inició Frei Montalva y fue continuado por Allende y Pinochet. Atacarlo, destruir decenas de sus estaciones, significa negar que pueda haber algún punto en común entre los chilenos.
Hay un fenómeno que aparece en los incendios del metro, en la quema de los supermercados y en las manifestaciones de orgiástica burla ante las Fuerzas Armadas: la presencia del anarquismo, un movimiento que reapareció con la llegada del siglo XXI.
Los autores de estos actos de destrucción no plantean peticiones concretas. A veces saquean un televisor para luego lanzarlo al fuego. O no roban comida de un supermercado, simplemente la queman. Es amor al caos, acompañado de una utópica esperanza de que algo grande, noble y hermoso saldrá de allí. Son anarquistas, pero están muy organizados y es muy probable que no actúen solos. A los anarquistas teóricos se suman los prácticos, los que carecen de un horizonte vital.
Para el anarquismo, todas las relaciones de autoridad, sean en el Estado, la familia, la Iglesia o la empresa, son un juego de suma cero. Es decir, si alguien gana es porque hay otro que pierde. No le cabe en la cabeza que pueda haber juegos cooperativos, donde todos ganen a la vez. Para la tradición clásica de la política, en cambio, sí existen relaciones de autoridad que contribuyan al crecimiento tanto del que manda como del que obedece (por eso la obediencia puede ser una virtud, es decir, una forma de excelencia humana).
Para el anarquismo toda institución resulta insoportable, opresiva, de modo que la libertad solo se alcanza en la lucha contra las instituciones. Según la tradición clásica, en cambio, la primera libertad, la más fundamental, es la que permite liberarse de las propias pasiones, y para eso las instituciones, comenzando por la ley, resultan esenciales, son condición de la libertad, que se alcanza a través de ellas; constituyen un lugar de diálogo y un pequeño gimnasio donde aprendemos a manejar los conflictos y a lidiar con las constantes frustraciones que nos depara la vida. Las instituciones nos plantean tareas comunes que nos mueven a salir de nosotros mismos.
Ahora bien, este incendio chileno se vio facilitado porque había abundante pasto seco, que ha dejado espacio a la violencia desatada, a la violencia verbal contra la autoridad y también a los cacerolazos y a la gigantesca manifestación del viernes. La violencia loca de hace una semana es apenas una parte de este fenómeno de muchas caras, y justo siete días después vemos un rostro distinto, que ojalá signifique un rechazo del anterior.
En todo caso, los instrumentos que debían atemperar las tensiones sociales, tomar de ellas lo que hay de legítimo y procesarlas, han fallado y siguen fallando. ¿A qué se debe esta debilidad institucional que nos cuesta tan caro en términos de convivencia social?
Las causas de la mala salud de los mecanismos institucionales son conocidas. Los chilenos hemos debilitado nuestras instituciones, no solo porque abrazamos ideas que las menospreciaban, sino porque ellas mismas se fueron llenando de termitas. Y esto lleva no solo a las expresiones de violencia, sino al hecho de que el ciudadano normal no tenga cómo manejar su descontento y termine por expresar en la calle todas sus decepciones. A primera vista resulta sorprendente, porque, en las encuestas, decía estar contento en su vida personal y molesto con lo que se halla fuera de su casa.
Hoy muestra su irritación en el espacio público, pero atención: no lo hace mostrando banderas rojas ni menos símbolos anarquistas, sino que porta banderas chilenas. Como si no tuviera a quién aferrarse y solo le quedara una vaga esperanza en Chile.
La lista de los que fallaron es extensa. Del Congreso y de los partidos mejor no hablemos; tampoco de la Iglesia o de los jueces. Las universidades hace tiempo que renunciaron a su misión de orientar. Por otra parte, las agrupaciones vecinales están debilitadas, los sindicatos son pequeños y con cierta frecuencia se asemejan a una pandilla partidista. Las FF.AA., que habían experimentado un recambio generacional que las separaba de un pasado conflictivo, resultaron afectadas por la corrupción, un mal que infectó incluso a Carabineros.
La empresa también está severamente dañada. Además de los diversos escándalos está el hecho de que la filosofía que supuestamente la defiende no ha entregado una justificación de la actividad empresarial y del libre mercado que no tenga un carácter individualista, lo que las deja con un severo déficit de legitimidad. Por eso, para los manifestantes que, mientras escribo esta columna, llenan las calles de Santiago, la palabra “empresa” es sinónimo de todos los males imaginables. Esa filosofía tampoco reconoció la importancia política de la igualdad, que no es lo mismo que el igualitarismo. Ya la destacaba Aristóteles como un factor básico para el equilibrio social, pero es un tema que la derecha por muchos años no se tomó en serio. Tampoco se ha dado una explicación satisfactoria del papel de los ricos en una sociedad o de cómo su existencia no tiene por qué perjudicar el bien común, sino que, cumplidas ciertas condiciones, puede favorecerlo. Ser rico, en Chile, es hoy una realidad que solo tiene connotaciones negativas, y eso es malo para un país.
¿Significa esto que vamos a dejarnos paralizar por el pesimismo? Nada haría más felices a los anarquistas y las demás fuerzas destructoras. ¿Hay que aceptar dócilmente cada deseo que se expresa en las pancartas que aparecen en la manifestación? Tampoco. Los gobernantes deben interpretar los movimientos sociales, pero también han de encauzarlos. Por su parte, las oposiciones no deben percibir en ellos simplemente una oportunidad para recomponer su unidad. En situaciones como esta se les exige un especial patriotismo; si carecen de él, estarán alimentando monstruos que terminarán por devorarlas a ellas mismas.
¿Y el Gobierno? No es fácil dialogar sin un interlocutor claro, pues los partidos de oposición también tienen problemas de legitimidad. Tendrá que hacer los ajustes necesarios para que el Presidente cuente con las personas adecuadas para estos tiempos, que seguramente no serán de su gusto personal. Si lo hizo Lincoln en el momento más difícil de la historia de su país, cuando incorporó a su gabinete a tres rivales de su partido, tendrá que hacerlo Piñera en esta hora de la historia patria. Otra alternativa no quiero ni siquiera imaginarla.