Las imágenes deambulan con entera libertad por mi cabeza en cuanto descanso del afán de controlar la mente. La del incendio en la inspectoría del Instituto Nacional me evoca otras llamas que prendieron tan solo a algunas cuadras del mismo lugar aquel 11 de septiembre.
La agresión a la estudiante de Trabajo Social de la Chile, por el hecho de pensar distinto, iniciada con la frase de “tu presencia me violenta”, se me asocia con esa otra en la que un miembro de la Junta de Gobierno explicaba que los otros, entonces los marxistas, eran un cáncer que debía extirparse para salvar al colectivo.
Por supuesto hay una distancia infinita entre unas llamas y otras, y también entre el bullying y el exterminio; pero las imágenes se mandan solas y se asocian en cuanto mi mente queda en blanco. Para qué decir las de estudiantes destruyendo el metro, que dirigentes del Frente Amplio motejan de desobediencia civil. ¿Será pura irracionalidad del subconsciente o será que el miedo sabe de alertas? La pregunta, supongo, es si estamos ante las primeras manifestaciones de una bola de nieve en crecimiento o, como quiere creer el rector de la U. de Chile, frente a fenómenos aislados que quedarán absorbidos por una cultura dominante que valora la diversidad y la tolerancia.
¿Será que mi inconsciente temeroso asocia unas y otras imágenes porque la violencia intolerante de ahora se manifiesta en dos de los establecimientos más identificados con el cultivo de la libertad de pensamiento? ¿Será por que toma cuerpo entre jóvenes que, a poco andar, serán líderes? ¿Será porque la violencia intolerante se manifiesta en este Chile que ranquea en el último lugar de compromiso cívico de la OCDE? ¿Será porque nadie se espanta que estemos en ese lugar en el compromiso cívico y se levanta tanto polvo cuando descendemos unos lugares en competitividad económica? ¿Tenemos reservas para parar la ola?
También al margen de mi voluntad, otra imagen se me viene a la cabeza: Ocurre en la Cámara de Diputados, en el lugar donde se aprende educación cívica, allí en los pupitres de cada parlamentario, que ya no se ordenan como media luna, para que las ideas circulen, sino en esa forma de U, más propia de la arquitectura militar, que permite que la derecha se enfrente a la izquierda y el centro quede al medio; en esos bancos de la Cámara cuelgan letreros cada vez que se discute un tema álgido. Si un estudiante secundario de los que allí visitan creía que iba a presenciar un parlamento, los letreros le sacarán de su ingenuidad; las posiciones ya están adoptadas; incluso cuando hay deber de escuchar y de votar en conciencia. Los letreros me evocan las barras bravas, los pendones militares que se enfrentan en batalla, a grupos cuyo objetivo y cuyo triunfo es la derrota del enemigo. Las palabras no se urden como argumentos para convencer, sino como dardos para descalificar.
La democracia, que toma formas jurídicas pero que no descansa en ellas, solo puede nutrirse y sobrevivir en climas de humildad y tolerancia. Los que ya saben, los que ya tienen la verdad, los que ya están completos no necesitan de los otros para decidir acerca de la vida colectiva; los distintos estorban sus planes, no los enriquecen; ellos solo requieren de aliados para que la unidad haga la fuerza.
La democracia no puede florecer entre quienes ya tienen definidas sus certezas; se asienta, en cambio, en la duda relativa y en la igual dignidad de todos; solo es posible cuando los bandos que aspiran a imponerse en el debate lo hacen por la fuerza de convicción de sus argumentos; solo es posible cuando los que hablan también escuchan. La democracia es un régimen en que se delibera apelando a la igual inteligencia de cada elector.
Perdón si vuelvo a repetir la frase de Norberto Bobbio que ya recordé hace años en otra columna: Para decidir en las cuestiones que nos atañen colectivamente solo caben dos opciones: o contamos las cabezas o las cortamos. Ya experimentamos la segunda de las fórmulas y no hemos regresado a ella, pero la tentación de cortarlas anida y crece en climas de intolerancia, cuyas expresiones se nos han hecho patentes en estos días.
La tarea de mantenernos en la lógica de deliberar oyendo y apelando a la inteligencia del electorado, para luego contar las cabezas y así resolver los asuntos comunes, es diaria y necesita mucha educación cívica. Esa se imparte a diario y no solo en las aulas.