El tema de la pastelería exige precisiones conceptuales. Es necesario distinguir “dulces chilenos” de “pasteles”. Con los primeros no nos referimos a mermeladas ni “dulces de hueso” (expresión usada a comienzos de la república, en el siglo XIX, para mentar mermeladas de frutas que conservaban el hueso, para mayor sabor y aroma). No: “dulce chileno” menta, hoy, cosas como empolvados, príncipes, bizcochos con huevo mol y betún, merengues, lanchas, mantecados, chilenitos, etc.
Los “pasteles”, por su parte, no son, como la nueva generación de imberbes cree —debido a su sobreexposición a la televisión extranjera— las tradicionales tortas chilenas (en otras partes una “torta” se llama “pastel”), sino preparaciones de repostería ajenas a la vieja tradición monárquica y republicana. ¿Cómo qué? Como milhojas de crema pastelera o chantilly, chocolate y cubierta de glacé; o pequeños babas al ron, que aquí se denominaban “borrachos” (ya casi no existen); o éclairs y choux (o repollos) rellenos con crema de vainilla. Estos pasteles han requerido siempre (igual que los “dulces chilenos”), una, digamos, “dedicación individual”, o sea, han de ser preparados uno a uno. La pastelería fue entre nosotros, casi siempre, de origen francés, y alcanzó aquí un desarrollo asaz admirable (los antigüitos recordarán el Cordon Bleu de calle San Ignacio, por ejemplo), aunque hoy abundan ejemplares anglosajones (cupcakes, muffins) de producción masiva.
Pues bien, aunque la línea de los “dulces chilenos” y las “tortas” se prolonga con excelente calidad, la línea de los “pasteles” ha prácticamente desaparecido. O, mejor, naufragado. Hoy no existen (con excepción de algunas pastelerías extranjeras) esos espléndidos pasteles, cada uno una obra de arte, de tamaño más bien pequeño, de factura estéticamente perfecta. Hoy solo se dan, a modo de pasteles, tortas que se cortan en gruesos trozos triangulares, vendidos uno a uno. O sea, el arte de la pastelería, que es un arte con que culmina el de la gastronomía, según Carême, ya no existe. Feneció. Pasó a mejor vida. Se fue al “oriente eterno”. Falleció. Hizo mutis por el foro. “Se fue cortado”, como volantín dieciochero.
Lo hemos comprobado en la “pastelería” La Danesa, donde no hay pasteles ni nada que se le parezca sino tortas trozadas. Más exactamente enormes brownies (chocolatosas) y blondies (no chocolatosas) trozadas. Pero en ambas versiones, trozos dulcísimos, con un inevitable, ubicuo manjar blanco. Sin finura de confección, aunque sí con gran destreza decorativa. De los grandes trozos que catamos, suficientes para dos personas o más, sin gran individualidad, cargados a los lípidos (mucha crema de chocolate, o imitación de chantilly), el mejor fue el de plátano. Otras frutas estuvieron representadas por sabores sintéticos (particularmente el de frutilla). Para ampliar la cata, probamos un queque (duro, insípido, riguroso, no esa preparación dulce, humidita y muelle que se espera) y una palmera (dura, pesada). Con ese talento decorativo, podría La Danesa invertir esfuerzo en refinarse y confeccionar auténticos “pasteles”. Buena voluntad no le falta.
Vitacura 5610, Vitacura.